lunes 8 de diciembre de 2025
Opinión

Ser analógico en un mundo digital

Por Daniel Lencina, especial para El Ancasti

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Foto de Igor Omilaev

Si en algo los habitantes del mundo actual podemos asumir que somos más o menos igualmente privilegiados es en estar atestiguando todo un cambio de época, entre un mundo que fue tal durante 200 años, que tuvo su esplendor durante el Siglo XX y su clímax a partir del final de la II Guerra Mundial. Fue –y adviértase la insistencia en el pretérito– un mundo marcado por la excitación del consumo, la visión del éxito marcado por formas de trabajo con paradigma en la fábrica o en el pago de la hipoteca. La literatura de Francis Scott Fitzgerald –entre otros posibles ejemplos– ilustra maravillosamente el éxtasis de un tiempo de gloria analógica con dinero tangible, con televisión de banda base y libros de papel.

No obstante, es este un mundo que por algunas décadas ha venido en retirada –podría establecerse el momento inaugural en la primera gran crisis del petróleo como consecuencia del embargo árabe, entre 1973 y 1974– pero que aún transcurrido un cuarto del Siglo XXI todavía encuentra actores que se obstinan en mantener. Lo hacen porque se niegan a poner en riesgo los privilegios logrados en el marco de aquél ordenamiento que oportunamente los benefició. Donald Trump representa esta lucha del antiguo statu quo, y su slogan “let’s make America great again” –hagamos a EE.UU. grande nuevamente– no es sino una confesión de parte de que al menos ya no se es tan grande, de que se ha perdido una significativa porción de preponderancia y brillo, al mismo tiempo de avizorar el riesgo de extinción.

Eso es lo que trasluce de la “Estrategia de seguridad nacional” publicada el jueves pasado por la Casa Blanca, un documento que suele emitirse una vez por cada mandato presidencial donde se establecen los lineamientos en materia de política exterior de esa administración. Allí, el gobierno indica que “EE.UU. debe ser preeminente en Occidente como condición de nuestra seguridad y prosperidad. Los términos de nuestras alianzas y bajo los cuales brindamos cualquier tipo de ayuda deben depender de la reducción de la influencia externa adversaria [entiéndase, concretamente, China], desde el control de instalaciones militares, puertos e infraestructura clave hasta la compra de activos estratégicos”.

Es un eje argumental para justificar la acentuación de un tipo de “política” –así, entrecomillado– que históricamente ha recurrido al peso militar y económico pero que, sin embargo, asimismo acaba por admitir que las banderas de la “libertad” y la “democracia” nunca fueron tales. De lo que siempre se trató fue de legitimar discursivamente el valor del dinamismo del mercado, que los que están adentro de las fronteras que las estrategias de seguridad procuraban resguardar vivan bien a costa de los que están por fuera, sosteniendo el engaño capitalista.

Sólo en el año fiscal 2025, la economía estadounidense ha evidenciado un déficit presupuestario de US$ 1,8 trillones –lo que sin embargo son US$ 41 billones menos que el año anterior–. Esto no es otra cosa que la magnitud de la brecha por debajo de la línea de equilibrio, lo cual explica en gran medida por qué EE.UU. se ve en la permanente necesidad de subir el techo de la deuda pública. ¿Cómo se asume tal diferencia? Pues con más imperio, con la pretensión de expoliar regiones enteras incapaces o renuentes a asumir relaciones distintas al sometimiento.

Por eso es que el mundo que percibe el presidente Javier Milei no se halla en el futuro, sino en el pasado; es el mundo de la hegemonía del liderazgo estadounidense más propio de las décadas de 1950, ‘60, y hasta mediados del ‘70. Es allí donde también se explican el fondo de las fricciones con Venezuela, que casi involuntariamente y pese a sí misma se termina erigiendo en todo un mojón ante el avance hegemónico en Latinoamérica. Son estos mismos los intereses que en última instancia se ponen en juego en otros nudos de conflicto –como Gaza, el Dombás, África central y el estrecho de Taiwán–, donde se tensionan las antiguas y nuevas posibles configuraciones globales.

Pero mientras una geoestrategia todavía procura recurrir a la fuerza del dinero en metálico –el dólar–, del petróleo y del vigor armamentista, el mundo que asoma en el horizonte es multipolar, el de los flujos de secuencias narrativas, el de otro tipo de comunicación y política. Es lo que el mismo expresidente Jimmy Carter intuyó y oportunamente le advirtió a Trump que, aunque se obceque con el Nobel de la Paz, se empeña en continuar estimulando nuevas guerras alrededor del globo, al tiempo que China se concentra en desarrollar todo tipo de tecnología como trenes bala más avanzados y en mayor cantidad para facilitar la comunicación en su inmenso territorio. Es decir, mientras una época que llega y ya está aquí es digital en sus formas de vida, en su política, en su economía, y hasta en su percepción de la historia, la que se retira es analógica, quedando la resistencia a salir del mapa documentada en la última estrategia de seguridad nacional.

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