lunes 10 de febrero de 2025
Análisis

La masacre de Capilla del Rosario sigue reclamando memoria, verdad y justicia

Por Jorge Alberto Perea (*)

Hace unos días, la Corte Suprema de Justicia emitió una escueta sentencia que deja firme un fallo emitido en el año 2016 por la Sala III de la Cámara de Casación Penal. En esa ocasión, la Cámara decidió anular las condenas recibidas por los militares Salvadores, Nakagama y Acosta debido a su responsabilidad directa en los delitos de lesa humanidad cometidos en la masacre de Capilla del Rosario ya que consideró “no acreditado la existencia un plan sistemático de persecución y aniquilamiento de un sector de la población civil”. Ahora, sin entrar en el “fondo del asunto” (la necesaria investigación independiente e imparcial de los hechos con el objeto de identificar y sancionar a los responsables de las violaciones a los derechos humanos) tres de los jueces de la Corte Suprema pretenden suturar una instancia traumática de nuestro pasado mediante la emisión de unas resumidas líneas.

Así, de manera burocrática, discrecional y sin expresión de causa alguna, no solo se rechaza un recurso extraordinario de queja. Ante todo, se omite prestar atención a los innumerables documentos, datos y testimonios que demuestran cómo, a partir del 12 de agosto de 1974, se cometieron en el territorio catamarqueño una larga lista de violaciones a los derechos humanos.

Hablemos de algunos hechos que la Corte Suprema no ha investigado, entonces.

Luego de fusilar extrajudicialmente a14 integrantes del PRT-ERP que se habían rendido en las serranías de Capilla del Rosario, el ejército continuó con las tareas de identificación, represalia y aniquilamiento de todos los posibles colaboradores del “enemigo subversivo” en la provincia.Así, mientras en San Fernando del Valle de Catamarca se producían numerosos allanamientos sin orden judicial alguna, en un lugar no identificado del departamento Ambato era torturado salvajemente un conscripto del Regimiento 17. Quienes intentaron quebrarlo psicológica y físicamente eran experimentados miembros del Batallón de Inteligencia 601 que se proponían hacerlo confesar su participación en el plan guerrillero.

Esta información ha sido corroborada por la versión de los propios represores, ya que Héctor Pedro Vergez, tristemente conocido por su rol como torturador en el Campo Clandestino de Detención La Perla, ha relatado en un libro de su propia autoría que luego de una “investigación minuciosa y, no puedo negarlo, también afortunada” logró individualizar a un cabo y a tres conscriptos que eran considerados sospechosos entre la tropa del R17. Como en otros hechos de violencia estatal durante este periodo histórico, el ejército no tenía ninguna intención de entregar a los supuestos traidores a la justicia, sino que decidió actuar por afuera de los límites de la represión legal y legítima.

El día 12 de agosto, cuando los cuerpos de los guerrilleros acribillados todavía estaban en Cañadón de los Whalter, el cabo Eduardo Barrionuevo murió a metros de ese lugar, aparentemente, mientras manipulaba una granada. Quienes eran sus subordinados en la guarnición militar se sorprendieron con la muerte del soldado santiagueño, pues este se había preocupado por demostrar repetidamente, en la etapa de instrucción, la importancia del manejo cuidadoso de las armas.

Sugestivamente esta muerte nunca fue asumida como pérdida heroica por las FFAA. En las frecuentes alusiones realizadas en años posteriores al valor demostrado por los integrantes del R17 jamás se resaltó el ejemplo de Barrionuevo. Lejos de ser un símbolo, su memoria se esfumó de las narraciones del ejército y su nombre no encontró lugar en el panteón heroico de los muertos en “la lucha contra la subversión” que subsisten, todavía hoy, en distintas páginas de Internet. Barrionuevo era considerado un traidor por el ejército y, además de asesinarlo, se decidió sepultar su recuerdo en el olvido inmisericorde.

Ocho meses después de este trágico acontecimiento, apareció flotando en el dique Las Pirquitas el cuerpo de un joven trigueño, que estaba amordazado y atado con cadenas a un riel. Las primeras elucubraciones periodísticas giraron alrededor de la posibilidad de que un grupo “no identificado” se había trasladado desde una provincia vecina para lanzar a las aguas del dique al joven todavía vivo. Debido a la brutalidad de las lesiones y a la ausencia de documentos de identidad entre las ropas del muerto, se deslizó tímidamente que quizás había sido “secuestrado”. Para la prensa era un “crimen, por sus características, sin precedencias en la provincia” y se esperó con ansias los resultados de las pericias con sus huellas digitales.

A los pocos días, la policía catamarqueña informó que el joven asesinado era un estudiante de psicología santiagueño con residencia en la provincia de Tucumán. La información era precisa, hasta en aportar el número de la cédula de identidad, pero se omitía lo único que importaba ocultar, pues dotaría de un sentido inequívoco a la aparición del cadáver: el muerto había ingresado al R17 el 8 de marzo de 1974 para cumplir con el servicio militar obligatorio y no había sido dado de baja. Con la confirmación de la identidad, “un crimen tan horrendo” desapareció inmediatamente de las páginas de los diarios locales y tampoco existieron voces que en ámbitos públicos denunciaran a los posibles autores de su asesinato.

El 22 de septiembre de 1975 en el paraje El Durazno, a la altura del Km 1389 de la ruta que une Catamarca con Tucumán, los lugareños alertaron a la policía sobre la presencia de un cadáver acribillado a balazos. El muerto también era un hombre joven. Los diarios locales informaron que la jefatura de policía de la provincia destaco de inmediato una comisión para que se hicieran las pericias en el terreno y se intentara avanzar en la identificación del cadáver. La tarea resultó infructuosa. Era un muerto más, posiblemente plantado en Catamarca por sus asesinos provenientes de Tucumán. En el marco del juicio por la masacre de Capilla del Rosario en 2013, el testigo de los fusilamientos Fernando Gambarella le puso apellido al cadáver NN: era el santiagueño Veliz, su compañero de promoción en el R17 de Catamarca.

Estos tres asesinatos, junto a los suplicios sufridos por el conscripto sobreviviente, demuestran que la masacre de Capilla del Rosario demarcó una nueva fase en las prácticas represivas estatales y paraestatales que se desplegarían macabramente en toda su potencia, libres ya de toda atadura institucional, a partir del 24 de marzo de 1976.

Por lo tanto, a la decisión del ejército de no tomar más prisioneros en el campo de batalla, se sumó la orden de detección y exterminio de los “infiltrados” en el seno del R17 de Catamarca. Estos crímenes no fueron “excesos” ni “acontecimientos aislados” que se explican por la emoción del momento. Tampoco fueron respuestas inevitables a la violencia insurgente. Por el contrario, lo actuado era producto de una concepción ideológica predominante en las Fuerzas Armadas: la consideración de cualquier tipo de disidente político como un “enemigo” a reprimir y a eliminar.

En los meses posteriores a agosto de 1974, grupos paramilitares de ultraderecha asesinaron en Buenos Aires a los doctores Alfredo Curutchet y Silvio Frondizi, quienes habían denunciado los “crímenes de guerra” cometidos en Catamarca. Además, los letrados locales Roberto Díaz, Jorge Marca y Mardonio Díaz Martínez serían puestos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y Díaz Martínez debió soportar luego un duro exilio.

Además, en el plano local, la masacre sirvió de justificación para una verdadera “caza de brujas” contra la Juventud Peronista, la minúscula izquierda partidaria y cualquier ciudadano que era asignado como responsable de tener conductas e ideas “sospechosas”. Los testimonios y fuentes documentales así lo demuestran, una parte importante de los y las presas políticas de la provincia fueron puestos a disposición del PEN como parte de una “campaña antisubversiva” que era celebrada en los medios de prensa.

Nada de lo ocurrido fue producto de la improvisación. Había un plan represivo en marcha que, en forma similar a tantos episodios de violaciones sistemáticas a los derechos humanos durante el siglo XX, procuraba borrar las huellas de los crímenes, tornar en inverosímiles los testimonios de los supervivientes y ahogar cualquier reclamo de reparación histórica.

A no dudarlo, en estos días, el fallo no está siendo festejado únicamente por los tres asesinos que continúan impunes en relación a esta causa. También es un aliciente para otros represores detenidos en las cárceles argentinas que exigen, cada vez en forma más estentórea, su inmediata liberación como carta de cambio para que las Fuerzas Armadas se involucren en las tareas de seguridad interna. Sin tapujos, algunos sectores cercanos al actual gobierno nacional expresan que la policía y los militares deben tener las manos libres para reprimir, sin miedo a ser juzgados por ello en el futuro.

Los que quieren el imperio del “gatillo fácil” como solución final ante muchos de los problemas que hoy nos aquejan ven un signo positivo en esta medida judicial.

Evidentemente, estamos ante un preocupante cambio de época y vemos cómo los discursos negacionistas sobre el terrorismo de Estado pretenden relativizar las violaciones a los derechos humanos e intentan poner en duda todo lo actuado en materia de memoria, verdad y justicia durante los últimos 40 años.

A pesar del comprensible desaliento que la sentencia de la Corte genera en muchos y muchas, cualquier nuevo escollo contra la vigencia plena de los derechos humanos deberá ser afrontada en forma colectiva. Ya que impedir la impunidad de quienes cometieron crímenes de lesa humanidad implica también la necesidad de afrontar los discursos y prácticas de carácter autoritario que, paulatinamente, se están naturalizando en nuestro presente cotidiano.

(*) Profesor de Historia, Doctor en Ciencias Humanas. Autor de los libros: “Fantasmas en el Pueblo Chico. El Chango Macor y la JP Regionales de Catamarca (1973-1975)”, “Aquí no pasó nada. Historias y memorias de la violencia política en la Catamarca de los años 70”.

Seguí leyendo

Te Puede Interesar