I. El furor por Franco Colapinto es indiscutible y su centralidad en estos días también. No me interesa discutir eso, ni la respuesta mas obvia a la pregunta del titulo, que proviene seguramente de cierto vínculo entre orgullo patriótico y deporte que está en el ADN argentino. Esto es fácil de explorar y sucede con cada mundial de futbol, pero también con cada nueva estrella del deporte como lo fue Sabatini, Ginobilli, Messi, los Pumas, etc. Siempre estamos atentos a la posibilidad de subirnos momentáneamente a una ola de pasión argentinista. No obstante, sin quitarle importancia a esta cualidad argentina reconocida a nivel mundial, creo que existen otras razones para pensar “el furor Colapinto”. Dos se me ocurren para compartir aquí. Una que tiene que ver con la hipótesis de una sociedad deprimida, entristecida y desolada en busca de remedios. Y dos, una razón que viene de pensar el lugar de los rituales colectivos en nuestra sociedad. Antes de entrar a esas razones, permítanme ponerlos en contexto.
II. Me quedaría corto si dijera que no me gusta la Formula 1. Ni siquiera me interesan “los autos”, en ninguna de sus versiones. Ni para carreras, ni para lujo, ni en su mecánica, ni en su estética. Nada. Lo único lindo que puedo asociar a “los autos” es el recuerdo de la infancia de un Jeep rojo de Playmobil que crecí amando y para el cual construí una infinidad de pistas. En mi casa el juego era construir pistas. Lo hacíamos con libros de tapa dura (los libros eran nuestros juguetes favoritos) que eran los mejores para hacer rampas, saltos y puentes. Podíamos pasar horas construyendo pistas, mientras el autito, el jeep, esperaba a un costado. Para cuando la pista estaba terminada, el tiempo se había acabado. Lo central nunca era el autito, no obstante, ese Jeep me acompaño hasta la adolescencia como un sueño imposible en las propagandas y concursos de Marlboro que llegaron a sortear un Jeep (rojo como el que yo tenía de chiquito) tanto como una Ferrari. Entre los 17 y los 22 años debo haber fumado cientos de miles de cigarrillos Marlboro más por el jeep que por el placer del tabaco o la moda social de hacerlo. Un sueño que hoy, casi a mis 40 y luego de media vida de trabajo docente e intelectual me parece tan ridículo y gracioso…comprar un jeep, con sueldo docente. El chiste se cuenta solo.
En este contexto, lo que digo, es que nunca jamás me intereso absolutamente nada que tenga que ver con el “mundo autos” y sin embargo, me confieso hoy, como cientos de miles de argentinos, como un fanático más de Franco Colapinto. En los últimos meses vi cientos de videos sobre autos de formula 1, desde lo más técnicos a los más amarillistas, también vi toda la serie de Netflix de la F1 y la de Ayrton Sena, e incluso, me desperté temprano y me acosté tarde para ver carreras. Algo que solo podría comparar con ver algún partido de la selección argentina y hasta ahí no más. Pero mi algoritmo no me deja mentir. Recién, mientras escribo esta nota, conté 9 publicaciones de F1 sobre las primeras 15 que scrolie en Instagram. Y de esas 9, 7 eran sobre Colapinto. Chau elecciones porteñas, chau denuncias por contaminación de las mineras, chau Jalilandia y videos de cualquier otra cosa. Preeminencia total de FC-43 y su Alpine A525
III. No obstante, por mucho fanatismo que quiera imponerme el algoritmo, hay algo mas fuerte en mi naturaleza, algo mucho más esencial y definitorio: la filosofía. Así que mientras veo la carrera, pienso filosóficamente cada vuelta y vuelta, y mientras Adrián Puente explica al detalle el gasto de los neumáticos compuestos C4, yo pienso en la deforestación de los singueiros en Brasil para hacer esas gomas; mientras la cámara enfoque el brillo dorado de los puertos de Mónaco, yo conecto los argumentos de Byung-ChulHan sobre la estética de lo pulido en una sociedad a toda velocidad, brillante y encandilante como la parafernalia multimillonaria que rodea al deporte de la F1; mientras un tifosi levanta una bandera argentina, yo pienso en la ambivalencia del nacionalismo tan bien problematizada por Homi Bhabha o Partha Chatterjje. O, mientras que alguien que no puede doblar la cintura para atarse los cordones se queja del choque en la Qualy de Imola, yo pienso en el paradigma voraz, desquiciado y deshumanizado del exitismo que te empuja y arroja a toda velocidad, literalmente a 300km por hora contra una muralla, solo para estrujarle una centésima (o si quiera una milésima de segundo más) de mejor y mayor performance a un humano que ya de por si esta haciendo algo al límite total de sus posibilidades.
Pienso entonces, filosóficamente, ¿por qué este repentino furor? ¿A qué obedece y qué nos da?
La primera hipótesis parte de un diagnostico social difícil de discutir. Nuestra sociedad esta “quemada”, deprimida, agotada, frustrada, etc. Lo vemos en los secundarios, en la universidad, en los adultos mayores, en los que no tienen trabajo y también en los que si tienen trabajo. Este malestar se agrava no tanto por la crisis económica y social que vivimos, sino más bien por la “obligación” brutal con la que se nos exige “ser felices”. Cuanta mayor la exigencia de ser feliz y exitoso, mayor el abismo y la distancia cuando nuestra vida no lo logra. Aquí aparece una primera ecuación Colapinto, que yo llamo, de “pura ganancia”. En esta ecuación, el éxito ajeno, sobre todo el mediatizado y espectacularizado, se traduce en un éxito colectivo. Franco gano, todos ganamos, yo gano. El éxito es de todos: Si gana Franco ganamos todos (individual y colectivamente). Si él es Feliz, todos somos felices. No obstante, lo esencial de la ecuación, es que si pierde Franco, pierde solo Franco. La derrota no es nuestra, es solo de él. Si él esta triste, cansado, angustiado, sobre exigido, todo eso, es solo suyo. Por eso la ecuación es de “pura ganancia”. Internalizamos y nos apropiamos de la victoria y el éxito, y externalizamos y nos desligamos de la derrota y sus emociones asociadas. Una vez mas: en la ecuación de pura ganancia, externalizamos la derrota e internalizamos la victoria.
En una sociedad deprimida y quemada, en una sociedad guiada por el éxito colectivo a toda costa, la ecuación neoliberal a nivel individual funciona de manera exactamente opuesta. Todos los problemas son nuestros a nivel individual. Mi depresión es culpa mía, mi pobreza es culpa mía, mi falta de éxito es culpa mía. Por eso, la ecuación Colapinto funciona de manera tan maravillosa. Por una vez, podemos romper esa inercia culpabilizadora, y quedarnos solo con lo positivo, solo con la victoria.
Son pocas, pero muy pocas, las experiencias que nos dan esta ecuación. Ni siquiera el futbol o los deportes colectivos, en los cuales el fanático, el hincha, por cultura e historia, siente que es parte del juego, siente que “influye”, que su aliento en la cancha hace una diferencia en la hora del resultado. En cambio, la “pura ganancia” es hija de nuestra más reciente época contemporánea. Con la salvedad, importante salvedad, de que la ecuación puede ser un arma de doble filo. Nos sirven para equilibrar, distraer y contrarrestar la tristeza individual, y eso es una ayuda increíble. Pero si el costo es alienarse y postergar la salud individual, en cada nuevo fenómeno virtual-espectacularizado que tapa todo lo personal, entonces el arma se vuelve contra nosotros mismos. En una sociedad tan polarizada y con una salud tan deteriorada conviene manejar con cuidado los entusiasmos fervorosos.
IV. El segundo punto también tiene que ver con las particularidades del ser argentino, y su maravillosa y (permítanme decirlo) anticapitalista vocación ritualera. El ritual, es la pieza fundamental de las sociedades indígenas que habitan hoy y que habitaron siempre nuestros territorios. El ritual organiza, ordena, da sentido, teje y sostiene los lazos sociales. Los rituales pueden ser fijos, calendáricamente exactos, sostenidos y repetidos a lo largo de miles de años, pero también pueden ser coyunturales, contextuales y sobre todo se actualizan y reactualizan. Los rituales tienen muchas funciones que intervienen en los aspectos jerárquicos, espirituales, económicos, etc. Pero el mas importante es el simbólico. Los rituales, reactualizan constantemente una verdad, una historia verdadera sobre nosotros mismos y sobre nuestro origen. Y aquí una ultima disyuntiva, ¿qué historia sobre nosotros, los argentinos, nos permite contar la historia de Franco Colapinto?
Bien podría ser la de un joven super exitoso, de mucha plata, que se fue del país y que se cree superior, un deportista de elite, que nada tiene que ver con el automovilismo sudaca argento. Sin embargo, aquí, entra el factor especifico de su personalidad, y esto es fundamental, porque los rituales siempre tienen su chaman, unguía, un relator, el que sabe contarlo, el que sabe cantarlo y bailarlo, un buen chaman es un buen artista. Colapinto podría no moverle a nadie un pelo, sin embargo, ocurre todo lo contrario. En un contexto de privilegiados y multimillonarios, Colapinto es un pibe simple, habla simple, dice lo que piensa con una honestidad no comercial y no calculada. Todavía, por suerte, no tiene el “cassette” del deportista. Franco puede oficiar hoy como el chaman del mas viejo ritual argentino, el de juntarse a compartir una pasión colectiva. Porque para que se de el ritual, se necesitan ambas partes por igual, el chaman y los que bailan. Esto no pasa en todo el mundo, ni en todas las sociedades, ni en todas las épocas. En argentina, un grupo de amigos y amigas, que no son fanáticos de F1, se juntan a desayunar para ver sus carreras. Una familia se junta un mediodía a ver una carrera, ni les interesa el resultado, ni la carrera, les interesa juntarse, estar ahí, compartir entre ellos, y los vecinos, y sus contactos, lo que esta pasando. Insisto, esto, no pasa en todas las culturas, ni países. Es un ritual muy nuestro, muy hermoso, muy necesario en esta época. Por todo eso, es que hay que agradecerle a Franco Colapinto. No por su éxito, no por el resultado de sus carreras, sino por el simple hecho de reactivar una práctica, de insistir en un ritual, de recordarnos que podemos seguir haciéndolo, que podemos seguir juntándonos. Seguramente, mañana, lo haremos bajo otro nombre, en busca de otro nuevo ídolo argento, en otro deporte, actividad o despliegue cultural. No importa realmente que hoy sea la F1, o El eternauta, importa que lo hagamos por las razones correctas. No por el merchandaising barato, no por el consumismo deshistorizado, individualista y alienado, sino por lo que nos permite a nosotros pensar y transitar tanto las alegrías compartidas, como las tristezas ajenas. Necesitamos de ambas emociones para sentir, empatizar y vivir como una sociedad no enferma, necesitamos, al fin y al cabo, menos ganancia y más ritual.