Mi padre tenía un anaquel con pocos libros arriba de una vitrina donde guardaba las muestras de remedios que le traían los visitadores médicos. Había uno de peinado y andar engominado que, viendo su afición a la lectura, le llevó “El varón domado” de Esther Vilar. Yo tenía doce o trece años y sentía curiosidad por el ejemplar de tapas negras que le había llevado aquel señor gordito tan parecido a Oliver y Hardy, del dúo de capocómicos que en Argentina fue bautizado como “el Gordo y el Flaco”.
Mi viejo me desalentó pronto a leerlo cuando me halló con el libro en el escalón granítico de la entrada a la casa, que también era la entrada a su consultorio. Pronto lo desechó diciéndome que los malos libros eran como los malos vinos: los tomás, los leés y capaz te hacen mal.
Me hizo pasar y me pidió que eligiera cualquier otro. Estaba entre “La invención de Morel” de Bioy Casares y “El mito de Sísifo” de Camus, que me atraían más por la sonoridad de las palabras y la extrañeza de sus títulos frente a mi menguado vocabulario. Ahí fue cuando apareció, ante mi mirada rasante por los lomos de la decena de libros ubicados junto a un muñeco de goma articulado, que era un médico con un estetoscopio, uno cuyo nombre me cautivó: “Monte de Venus”. Yo pensaba en el planeta; hacía poco había recibido de mi abuelo paterno un atlas de enorme tamaño, donde había leído que Venus era el segundo planeta más cercano al Sol y a la Tierra, y mi abuelo me lo había señalado en una noche clara en el cielo de Villa Dolores. Papá rió con una sonrisa plena y socarrona y me preguntó si sabía lo que era el monte de Venus. Me mandó al diccionario, y ahí hundí mis narices en el tomo cinco de la Salvat que presidía el segundo estante de la biblioteca familiar.
La novela comenzaba: “Esa tarde se había cortado todo el vello de su sexo”, nunca lo olvidé. Era la historia de una jovencita provinciana que descubre el amor y las luces de la gran ciudad en Capital Federal; una novela de Reina Roffe.
Después supe que el de Roffe había sido uno de los libros prohibidos de la dictadura, como “Respiración artificial” de Piglia o “El beso de la mujer araña” de Puig; o como los infantiles “Un elefante ocupa mucho espacio” de Elsa Borneman -la historia del elefante Víctor que encabeza la sublevación de los animales del circo que logran su libertad-, o “La torre de los cubos” de Laura Devetach, una historia de pura fantasía donde hay una planta que por frutos da cuadernos y un chico que en vez de palabras suelta silbidos de locomotora.
La dictadura fue una maquinaria criminal, pero también una expresión de la más rancia estupidez, a través por ejemplo de la censura a ciertos libros que eran dueños de un morbo solo imaginable en la mente del censor o en la “pudibundez” pacata de los que arrojaban personas con pentotal al Río de la Plata y secuestraban bebés recién nacidos.
Un capítulo del pasado de nuestra historia más funesta parece repetirse en estos días, cuando la vicepresidenta Victoria Villarroel quiere sacar del alcance de los jóvenes “Cometierra”, la potente y hermosa novela de Dolores Reyes, por su contenido “sexista”. Seguro logrará lo contrario, es decir, despertar más curiosidad por su lectura. Sobran los ejemplos. Stephen King hace poco fue prohibido en varios estados de Norteamérica (al menos doce novelas fueron retiradas de muchas librerías). Lo único que ocurrió fue que se intensificó más el boom.
Como corolario, y no es harina de otro costal, a los dos días aparece la remilgada vicepresidenta que admira a Videla y a Astiz portando un fusil de asalto en un evento organizado por la fábrica de armas Bersa. También muestran armas Jorge Macri (ah, pero no son letales) y el converso gobernador de Tucumán, que en vez de promocionar la lectura o mostrar cómo se plantan árboles (que de verdad se sacan en el Jardín de la República), solo exhibe armas en carteles de grandes formatos que ensucian la ciudad.