martes 30 de diciembre de 2025
Análisis

Qué hacen (y qué no) los jueces y juezas en una democracia

Por Rodrigo Morabito (*)

En una democracia constitucional, el rol de jueces y juezas suele ser objeto de una confusión tan extendida como peligrosa. En contextos de inseguridad, dolor social o alta exposición mediática, se les exige respuestas que no les corresponden y se los cuestiona precisamente cuando cumplen con su función. Por eso resulta necesario volver a lo básico: explicar qué hacen -y qué no hacen- los jueces y juezas en un Estado de derecho.

Los jueces y juezas no gobiernan ni legislan. No diseñan políticas públicas, no dictan leyes ni eligen cómo debe funcionar el sistema penal. Su tarea es aplicar la Constitución y las leyes vigentes a los casos concretos que llegan a sus juzgados o tribunales, resolviendo conflictos y garantizando derechos. Esa es su única legitimidad.

En el proceso penal, esta distinción es central y muchas veces deliberadamente confundida. Los jueces y juezas no investigan delitos ni persiguen personas. No reúnen pruebas, no dirigen investigaciones ni deciden a quién acusar. Esa función corresponde exclusivamente a los y las fiscales, que integran el Ministerio Público y son los responsables de impulsar la acción penal, producir prueba y sostener una acusación ante un tribunal.

Los jueces y juezas, en cambio, deben resolver sobre la base de lo que las partes –fiscales, defensores, asesores y querellantes- prueban en el proceso. Deciden con pruebas legalmente obtenidas, con argumentos jurídicos y respetando las reglas del debido proceso. No pueden suplir deficiencias de la acusación, no pueden “completar” investigaciones mal hechas ni condenar para dar mensajes ejemplificadores. Cuando lo hacen, dejan de ser jueces o juezas y se convierten en parte.

La imparcialidad judicial no es una formalidad; es la garantía de que nadie será condenado sin pruebas suficientes ni absuelto por favoritismos. Y la independencia judicial no es un privilegio corporativo; es la condición indispensable para que las decisiones no dependan del gobierno de turno, del clamor mediático ni del enojo social.

Exigir que los jueces y juezas “actúen con firmeza”, “salgan a investigar” o “confirmen lo que la sociedad espera” implica pedirles que abandonen su rol constitucional. Puede sonar comprensible desde la angustia, pero es institucionalmente devastador. Porque una Justicia que decide para agradar deja de ser Justicia y se convierte en arbitrariedad.

Cuando un juez o jueza controla al Estado, rechaza una acusación sin pruebas suficientes o absuelve porque la investigación no cumplió con la ley, no está protegiendo delincuentes: está protegiendo el Estado de derecho. El problema no es que el juez o jueza cumpla su función, sino que otros poderes no cumplan la suya.

En una democracia, la Justicia no está para satisfacer el enojo social ni para producir condenas a cualquier costo. Está para aplicar la ley, exigir pruebas y poner límites, incluso cuando eso incomoda. Cuando se castiga o desacredita a un juez o jueza por decidir conforme al derecho, no se corrige una debilidad del sistema; se ataca una de sus últimas defensas.

El día que los jueces o las juezas investiguen, acusen o fallen para agradar, la democracia habrá cedido ante la arbitrariedad. Defender jueces o juezas imparciales e independientes no es defender personas ni corporaciones; es defender la idea misma de Justicia. Y sin Justicia, no hay seguridad posible, no hay derechos garantizados y no hay democracia que resista.

(*) Juez de Cámara de Responsabilidad Penal Juvenil de Catamarca. Profesor adjunto de Derecho Penal II de la Universidad Nacional de Catamarca. Miembro de la Mesa Nacional de Asociación Pensamiento Penal. Miembro del Foro Penal Adolescente de la Junta Federal de Cortes (Jufejus). Miembro de Ajunaf. Miembro de la Red de Jueces de Unicef. Miembro del Comité Panamericano de Jueces y Juezas de la República Argentina por la doctrina franciscana (Copaju). Miembro de la Red de jueces y juezas penales de la República Argentina.

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