lunes 9 de diciembre de 2024
Colección SADE. Narrativa catamarqueña

La figura ecuestre de San Martín y una versión del escondrijo que se cree que oculta

Por Carlos Gallo

En esta entrega reproducimos dos secuencias de la novela «Bajo el bronce» publicada en 2015, cuando se cumplió el primer centenario del derribamiento de la pirámide unitaria y la consecuente erección del principal monumento de la plaza principal de Catamarca.

En la obra, el autor se aprovecha de la veracidad del hallazgo de un frasco de vidrio con el contenido de un polvo rojizo —un papel desintegrado por el paso del tiempo— para hilvanar una leyenda que cabe con holgura en el contexto que va desde 1830 a 1930.

La estatua nueva (Capítulo 10)

El nueve de julio de mil novecientos quince, muy temprano por la mañana, colocaron un paño cubriendo la estatua. Y el acto inaugural se cumplió tal como estaba previsto.

Una guirnalda de plantas rodeaba la base, sostenida por cuatro pequeños pilares. Cerca pusieron otras cuatro columnas, cada una con focos y más guirnaldas, pero de luces de colores. Al oeste y al norte, dos palcos para invitados oficiales y para la Asociación Pro Patria.

Las bombas de estruendo advirtieron a los desprevenidos el comienzo de los actos. Los boy scouts arribaron formados al son de una caja. Cuando las formaciones estuvieron organizadas, entraron el gobernador y su vice. Los del Regimiento lucían uniforme de gala y los escolares iban con su inocultable guardapolvo blanco.

El improvisado altar donde se cantó el tedeum, a la una del mediodía, daba sus espaldas a la puerta de la Catedral. Hubo algunas palabras preliminares. Desfilaron los vanguardistas y la comitiva subió al palco. Se cantó el Himno Nacional y el de San Martín; y sobrevino otro rosario ineludible de discursos. El corazón del acto fue el desfile de escuelas, en el que cada alumno arrojó una flor y saludó al prócer.

El acta firmada luego del homenaje refleja con puntilloso rigor cómo ocurrieron los hechos:

«En la ciudad de Catamarca, Capital del Estado Argentino del mismo nombre, ejerciendo el mandato supremo de la República Argentina por fallecimiento del presidente señor doctor don Roque Sáenz Peña, el vicepresidente señor doctor don Victorino de la Plaza y el de esta provincia doctor don Ramón Clero Ahumada; y teniendo a la vez suprema jerarquía eclesiástica del país el ilustrísimo y Reverendo señor Arzobispo de Buenos Aires don Mariano Antonio Espinosa y el de esta Diócesis, su primer obispo el ilustrísimo doctor don Bernabé Piedrabuena; a nueve días del mes de julio del año del Señor de mil novecientos quince, el señor intendente municipal don Osvaldo Gómez; en presencia de las autoridades civiles y eclesiásticas y gran concurrencia de público representado por todas las clases sociales por numerosos miembros de ellas en acto solemne a quitar el velo que cubría la estatua del gran libertador de la República Argentina, Chilena y Peruana, el ilustre General don José de San Martín, colocado en esta plaza entregándola a contemplación, amor y veneración de las generaciones actuales y venideras, para alto ejemplo de virtudes cívicas y militares; acto que se llevó a cabo con el aplauso y regocijo de cuantos lo presenciaron profundamente emocionados por el recuerdo de las excelsas virtudes, traídas por cuenta de los oradores: en representación de la Comisión Central de Monumentos a San Martín, nombrada por el gobierno de la Nación, coronel señor don Lizondo Olmos, en nombre de la comisión designada por el Poder Ejecutivo Provincial en su decreto de fecha 9 de junio ppdo. don Julio Herrera, por la comuna el intendente municipal, por los establecimientos de educación, Prof. don Manuel Ponferrada y por la Sociedad Pro Patria la señorita María Mercedes Acuña. Procediéndose a firmar, para perpetua memoria de tan feliz acontecimiento, la presente».

Más tarde pasaron los asistentes al baile de honor en el Cabildo, que se extendió como hasta las siete de la tarde.

A las 21 horas comenzó la velada programada por las damas de la Asociación Pro Patria en el local de la Confitería 25 de Mayo, que resultó desbordado. Era una competencia de veladas más que una honra comunitaria, pues la Unión Obrera también organizó la suya en el Cine Yolanda. Al mismo tiempo, en La Alameda se instaló un aparato de cine que convocó a muchísima gente, en especial los menos pudientes.

Esa noche las autoridades inauguraron la iluminación de la plaza y sus alrededores. Lucían un aspecto muy diferente la Catedral, la Casa de Gobierno, el Club Social y el Banco Nación, dando un clima festivo y solemne que acompañó el sentimiento de todos.

Contratación del Caldomalo (Fragmento del capítulo 13)

(...) Por desgracia, el tercer testigo, recordó pocos detalles de aquel extraño episodio.

—Justo cuando pasó, a mí se me escapó el tordillo. Salí a corretiarlo como media cuadra. Cuando volví estaban los changos con el viejo tirado en el suelo. Saltaba de acostado nomás y echaba espuma por la boca con los ojos abiertos. Pero los tenía normales, no rojos. No había gente. Pensé primero que se había peliau el viejo mandón con los hermanos y que tenía clavado el puñal en la panza, pero después vi que era el péndulo que apuntaba al cielo.

Si en algo coincidieron los testigos es que al Caldomalo no se le paró el corazón en el acto. Lo subieron boca abajo, con el pecho sobre el lomo, al menos brioso de los caballos —el tobiano— que iba jineteado por Leocadio Reales casi desde las ancas.

Los otros dos muchachos treparon al tordillo y los cuatro galoparon hacia el Naciente rumbo a una playita de arena a la vera del río del Valle, donde podrían tratar de reanimarlo. Mientras rumbeaban hacia la playita, el hermano minero animaba al malogrado vetero diciéndole Vamo’ viejito no se me lo muera que hay oro pa’ troche y moche.

Una vez que lo bajaron, los hermanos Reales y el pariente de Indalecio Pachado tendieron al hombrecillo en la humedad de una planicie arenosa y libre de ramaje que vaya a pincharlo. Y lo rodearon como quien examina una cosa rara. El adivino de vetas minerales aún respiraba. Cortas, pero muy repetitivas, sus inspiraciones exhalaban un fétido olor a algún mineral, que probablemente haya sido azufre —volvieron a coincidir los tres.

—Viejo, viejito abra lo ojo que no ha pasau nadita, lo alentó. Y el vetero tosió.

—Dejelón que respire tranquilo —aconsejó el pariente de Pachado, extendiendo sus brazos y anteponiendo su cuerpo para dejar a distancia a los hermanos.

A esa primera reacción le sucedió un momento de calma, en que pareció recuperarse el infortunado buscador. El pariente de Pachado comenzó a revisarlo, como si se tratase de un médico en el examen clínico. —No ‘ta golpiau ni magullau, observó después de levantarle los brazos y mirarle el cráneo por el lado de la nuca.

—Tiene chamuscao los pelos —advirtió el hermano minero.

En eso, el moribundo reaccionó. —¡Lagro...nes!, dijo. Los tres muchachos se miraron incómodos. —Este viejo ‘ta jodiendo, dale levantate o te meto preso —replicó el agente policial.

—¿Qué te pasó? ¿Hay oro allá abajo, viejito?

El adivino, con su último hálito de vida, abrió los párpados dejando ver en el blanco de sus ojos el resplandor de la luna. Y movió algo la cabeza, como asintiendo en respuesta.

—Hay —respondió el adivino, sonando este monosílabo como un quejido.

—¿Dijo «¡ay!» o «hay»? —preguntó el pariente de Indalecio Pachado.

Entonces el viejo volvió a toser y comenzó de nuevo a llenarse la boca de saliva con abundantes burbujas. Corcoveó y pataleó hasta que las convulsiones terminaron con el hombre y su arte adivinatorio tendido en la playa. Y su corazón —si es que tenía—, se paró. Los tres muchachos se persignaron en señal de respeto. En ese momento se desinfló y largó más olor a podrido fiero, muy fiero, como si estuviera muerto de hace mucho, explicó el hermano minero.

Finalmente, los testigos dejaron al muerto hasta que alguien halló su cuerpo, dando cuenta a las autoridades. Se explicó su deceso por causas naturales. Nada se supo —fuera del círculo íntimo de quienes presenciaron los acontecimientos—acerca de la prueba de constatación de la existencia de las riquezas enterradas por el monaguillo.

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Carlos Gallo

Periodista y escritor catamarqueño. Es autor del popular compendio «Efemérides catamarqueñas» y de «Fútbol nuestro de cada día», la historia de la centenaria Liga Catamarqueña. La actualización de esta última obra fue presentada en formato digital en la reciente Feria del Libro de Catamarca bajo el título «Goles nuestros de cada día». Además, es uno de los setenta autores que firmaron prestigiosos artículos en el «Libro del Bicentenario de Catamarca», próximo a ser presentado por el Gobierno provincial.

Entre sus obras con perfil literario figuran la colección «Juicio a las vocales y otros cuentos» y la nouvelle «Antonio Taire, el mártir» que relata el crimen de un joven oriundo de El Portezuelo que lideró las huelgas de 1920 y pagó con su vida la defensa de los derechos de los estudiantes secundarios.

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