Doña Jesús Fidelia Díaz mira el reloj. Son las dos de la tarde. Es la hora que pasa el tren. Los vecinos de El Pueblito, desde la ventana de sus casas, corren las cortinas y miran, a la espera del paso del tren que será anunciado unos momentos antes por el movimiento del suelo.
La bocina sonora avisaba de su llegada. A las dos de la tarde era el momento esperado para ese ruido que avisaba la proximidad del tren y que hacía aflorar las sonrisas, pero por más que los vecinos ‘paraban la oreja’ no se oía nada más que el sonido ensordecedor del silencio.
Dos y treinta de la tarde. Quince horas. Nada. ¿Quizá, como tantas veces, llegaría con atraso? Esta vez no. Aunque el tiempo pase, ya no vendrá. El ocaso se apoderó de la claridad y la noche con su negro manto dio por concluido el día.
Decisiones mal tomadas en la Capital Federal se robaron la bocina y el sonoro paso del tren, pero también la sonrisa y la esperanza de la gente. Ya no se escuchará el temblar continuo que producía a su paso ese gigantesco gusano metálico que se desplazaba por los campos, con cargas de esperanzas y mejores tiempos por venir. Los hombres detrás de los escritorios allá lejos toman medidas sin saber nada, ni conocer personas ni territorios. Protegen sus intereses y los intereses de los de afuera. Así la patria tambalea y a veces casi cae. No se entiende la medida, ni la forma silenciosa de comunicar, ni el pacto con la improductividad y la pobreza que junto con el tren se llevaron.
La estación poblada de otros tiempos, ha quedado solitaria y en silencio. El brillo de las vías se empezó a perder y el óxido comenzó a aparecer, y el tren que ya no vendrá.
De pronto, una lágrima corre lentamente por el rostro curtido y nostálgico de los amigos del tren y una áspera mano con olor a comino interrumpe el deslizamiento y ya no llega a caer al vacío. Pero esa lágrima contiene los sentimientos de un hombre que pierde las esperanzas y que no entiende la medida. En esa lágrima hay un mensaje de decepción, de bronca y pérdida de esperanzas, pero el fuerte convencimiento de que acaban de robarles el futuro a los jóvenes, que no tendrán otra salida que emigrar, porque le firmaron sentencia de muerte a cada pueblo que el tren conectaba.
No circula más el tren, el silencio se apodera de los pueblos. Muchas sociedades quedan incomunicadas, la producción ya no viaja a otros centros poblados y la pobreza y la desesperanza avanzan en la cabeza de los vecinos.
El tren ya no volverá, aunque las noticias digan y anuncien lo contrario. Terraplenes destruidos, durmientes utilizados como leña, vías que se herrumbran o sostienen el techo de alguna casa, se pierden en medio de la tierra que todo lo devora. Tornillos, enormes tornillos esparcidos por doquier aparecen como trozos de huesos de un dinosaurio metálico que el hombre inconsciente ha devorado.