En tiempos donde la violencia parece volverse parte del paisaje cotidiano (en las calles, en las redes y también en las escuelas), urge detenernos a mirar más allá de los titulares. Las agresiones entre estudiantes, los insultos en los pasillos, los padres que irrumpen con furia en una institución educativa; todo eso no son hechos aislados. Son señales de una fractura más profunda, una que atraviesa los lazos sociales y que empieza, muchas veces, en los silencios del hogar.
Durante años, se habló del “bullying” como si con esa palabra bastara para explicar el malestar. Pero las violencias escolares no nacen ni terminan en el aula. Son el reflejo de un tejido social que se ha ido deshilachando, donde los límites se confunden, las palabras hieren y los adultos (madres, padres, docentes) muchas veces reaccionan desde la misma bronca que pretenden condenar.
Vivimos en una época donde las pantallas reemplazan los diálogos, donde los conflictos se responden con gritos, donde la inmediatez del enojo gana terreno sobre la reflexión. En ese contexto, la escuela se transforma en el espejo de lo que ocurre en casa y en la sociedad. Lo que allí se expresa no es más que la consecuencia de vínculos deteriorados, de emociones no habladas y de una falta de escucha que se multiplica.
Por eso, la familia tiene que volver a ocupar su lugar como el primer espacio de educación emocional, no solo como refugio afectivo, sino como ámbito de formación ciudadana. Educar no es solo mandar a los hijos a la escuela; es enseñar con el ejemplo, es contener sin justificar, es acompañar sin reemplazar a los educadores, pero tampoco desentenderse.
Cuando un padre reacciona violentamente porque su hijo fue sancionado, transmite el mensaje de que la violencia es una forma legítima de defenderse. Cuando una madre responde con agresión ante un conflicto, enseña que el enojo vale más que la palabra. Así, sin darnos cuenta, terminamos replicando en nuestros hijos la misma lógica que decimos querer erradicar.
La escuela no puede sola. No puede enseñar empatía si la familia no la cultiva en casa. No puede construir convivencia si los adultos no muestran cómo se resuelven los desacuerdos sin herir. No puede sostener la paz si afuera reina la indiferencia.
Hoy más que nunca necesitamos volver a educar desde la ternura, recuperar la palabra, el abrazo, la paciencia. No como gestos ingenuos, sino como actos profundamente políticos, pues, en un mundo que naturaliza la violencia, criar con empatía es un acto de resistencia.
No se trata de culpar, sino de volver a hacernos cargo como comunidad adulta. Si queremos jóvenes que dialoguen, respeten y construyan, tenemos que mostrarles cómo se hace. Si queremos escuelas donde el conflicto no derive en agresión, debemos ofrecer hogares donde el amor no se confunda con permisividad ni la autoridad con gritos.
Las violencias escolares no se resuelven con cámaras, sanciones o castigos ejemplares. Se resuelven con presencia adulta sostenida, con tiempo, con escucha, con coherencia. Porque la educación, al final, no es lo que decimos, sino lo que vivimos y transmitimos todos los días.
Quizás la pregunta que deberíamos hacernos no sea solo cómo evitar la violencia en las escuelas, sino cómo volver a educar en la paz desde nuestras propias casas.
Solo así los niños y adolescentes podrán encontrar en los adultos no un modelo de enojo, sino un espejo de humanidad.
(*) Juez de Cámara de Responsabilidad Penal Juvenil de Catamarca. Profesor adjunto de Derecho Penal II de la Universidad Nacional de Catamarca. Miembro de la Mesa Nacional de Asociación Pensamiento Penal. Miembro del Foro Penal Adolescente de la Junta Federal de Cortes (Jufejus). Miembro de Ajunaf. Miembro de la Red de Jueces de Unicef.