miércoles 26 de noviembre de 2025
Algo en que pensar mientras lavamos los platos

Perros que hablan

Rodrigo L. Ovejero

De no mediar ningún imprevisto, esta tarde morirá del mismo modo en que mueren tantas otras, sin que mi perro me dirija la palabra. No tengo motivos para esperar que me hable, de todos modos. Nunca lo ha hecho -en ese sentido se parece mucho a los otros de su especie- pero yo le sigo hablando, confiando en que algún día se unirá al selecto grupo de perros que hablan.

Sin embargo, por mucho que me gustaría poder mantener una conversación con Falkor, quizás sea mejor que no me responda. En la década del setenta, David Berkowitz se sentó en una reposera en la vereda de su casa en Nueva York a ver pasar la vida y Sam, el perro de su vecino, se acercó a charlar con él. De esta escena tan tierna y pintoresca no surgió nada bueno: instigado por el perro –según sus declaraciones, claro- Berkowitz inició una serie de ataques que terminaron con la vida de seis personas entre 1976 y 1977. Fueron años de mucho trabajo, de hecho, su carrera como asesino en serie solo duró ese lapso, es decir, una serie de dos temporadas. Al parecer, Sam le ordenó cometer los crímenes pero no le ayudó a librarse de ellos, lo que provocó que Berkowitz solo alcanzara la módica suma de seis asesinatos, una suma importante para un ciudadano promedio pero menor si hablamos de asesinos en serie. Berkowitz, además, no guardó hacia el perro la misma fidelidad que estos animales reservan a los humanos: interrogado por la policía, delató a Sam sin titubeos. Sam, por su parte, hizo uso de su derecho a guardar silencio, lo cual no ayudó a corroborar la historia de Berkowitz (me permito hacer un paréntesis en la historia para señalar que yo jamás hubiera esperado algo así de un perro. En todo caso, lo hubiera esperado de un gato).

A pesar de la advertencia que una historia así debería importar para el resto del mundo, lo cierto es que la gente le sigue hablando a sus mascotas. Claro está que, en todo caso, un solo caso no es una muestra suficiente para sacar conclusiones, cabe pensar que la mayoría de los perros, en caso de poder hablar, no enviarían a sus dueños a cometer asesinatos. He aquí una muestra cabal, incluso, de la fidelidad de los canes. Sam, pudiendo haber convencido a su dueño de realizar estos ataques, tuvo la prudencia de entender que eso supondría, a la larga, una drástica disminución de la provisión de alimento balanceado, y por ello se empeñó en cambio en apalabrar al vecino, sabiendo que una temporada en la cárcel para Berkowitz no iba a tener consecuencias importantes para él. Puede hablarse de fidelidad o de frío cálculo, por supuesto, pero de lo que no quedan dudas es que Sam en todo caso prefirió evitarle a su dueño el dolor de cabeza de tener que lidiar con una acusación por homicidio, y eso, en mi opinión, es ser un buen perro.

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