por Juan Francisco Uriarte
por Juan Francisco Uriarte
En tiempos en que la técnica parece imponerse sobre la emoción y la cercanía a las cosas, ciertos momentos musicales logran recordarnos la razón profunda por la que el arte sigue siendo un refugio.
Entre los intérpretes jóvenes que emergen de los concursos internacionales (de piano, en el caso que veremos), hay ocasiones en que una ejecución trasciende la competencia para convertirse en un instante de verdad compartida.
Es lo que ocurrió días atrás en Polonia, cuando una pianista japonesa de 24 años hizo que el público del Concurso Chopin contuviera el aliento ante un preludio que parecía, literalmente, ser lluvia.
El episodio recorrió las redes y devolvió a escena una de las historias más cargadas de mito en torno a la vida de Fryderyk Chopin: aquella del invierno mallorquín junto a la escritora francesa George Sand… aquella de la tormenta, el miedo y el sueño helado. No es difícil entender por qué esa música —escrita hace casi dos siglos— tocó una fibra tan íntima de la pianista Yumeka Nakagawa.
Classic FM (@classicfm), una radio británica, narró días atrás la historia de Nakagawa, quien se emocionó hasta las lágrimas mientras interpretaba el Preludio “Gota de lluvia” de Chopin, durante la segunda ronda del 19no. Concurso Internacional de Piano Chopin.
Escribió la emisora:
“La pieza, conocida por su repetida nota en la bemol que recuerda al sonido de la lluvia cayendo, se rumorea que fue inspirada por un invierno romántico pero turbulento que Chopin pasó en Mallorca (España) con su amante George Sand. Según las memorias de Sand, una noche regresó al monasterio donde se alojaban y encontró a Chopin sentado al piano, paralizado por el miedo mientras una fuerte tormenta golpeaba el techo. Al notar su llegada, él exclamó: ‘¡Ah! ¡Sabía muy bien que estabas muerta!’, antes de describir un sueño inquietante que había tenido al piano, en el que se ahogaba en un lago helado mientras la lluvia gélida caía sobre él”.
El episodio acontecido ahora en Varsovia se dio en pleno desarrollo de la segunda ronda del certamen, una de las más exigentes del calendario internacional de música clásica.
Cada cinco años, el Concurso Chopin reúne en la capital polaca a los pianistas más talentosos del mundo, que deben enfrentarse a un repertorio íntegramente dedicado al compositor que nació en esa tierra.
Fundado en 1927, el concurso es una plataforma de consagración a la vez que una suerte de ritual donde la sensibilidad y la precisión dialogan con la historia viva de la interpretación pianística.
En ese contexto, la emoción de Nakagawa no pasó inadvertida.
Su interpretación, desbordada de humanidad en un entorno que suele premiar la pulcritud, fue leída por muchos como un recordatorio de la fragilidad y la intensidad que laten en la música de Chopin.
Más allá del resultado de la competencia, su momento frente al teclado se volvió un eco contemporáneo de aquella noche en Mallorca: la lluvia, el temblor, el piano y la certeza de que, sólo unas pocas veces, lo que se escucha no es una nota, sino la huella de un alma que tiembla mientras sus manos la interpretan.
Cuentan que Chopin compuso ese preludio en una celda húmeda del monasterio de Valldemossa, mientras la enfermedad lo consumía y el clima le congelaba los huesos.
La tos, el miedo y la soledad se filtraban en su escritura: cada compás parecía registrar el ritmo de la lluvia sobre los techos y el pulso de un corazón que luchaba por mantenerse vivo.
En sus memorias, la escritora gala relató que, durante esas semanas, el piano fue para él una extensión de su cuerpo enfermo y del paisaje mallorquín: los truenos, las gotas, el silencio posterior. De esa mezcla nació una de las piezas más evocadoras del Romanticismo, donde lo natural y lo emocional se confunden hasta volverse indistinguibles.
Quizás por eso, escuchar hoy ese preludio en manos de una joven intérprete que llora al tocarlo es, también, una manera de reencontrar el sentido original de la música: un lenguaje que atraviesa el tiempo y las geografías, y que dice lo inefable.
Y sin embargo, pensar en todo esto desde Catamarca invita a una reflexión más terrena: aún falta mucho para que la música clásica encuentre aquí el espacio que merece.
No como lujo o rareza, sino como una forma necesaria de silencio compartido, de educación sensible, de apertura hacia lo universal. Porque, en el fondo, también en nuestros cerros hay días de lluvia que merecen un piano que los acompañen.
Esto fue Garamond 11.
Hasta pronto, lectores.