martes 23 de septiembre de 2025
Editorial

El flagelo del suicidio golpea a niñas y adolescentes

El reciente informe del Observatorio del Desarrollo Humano y la Vulnerabilidad de la Universidad Austral arroja un dato estremecedor: por primera vez en la historia sanitaria del país, el suicidio se convirtió en la principal causa de muerte entre las mujeres de 10 a 19 años. Fueron 148 casos en 2023, cifra que superó a los tumores (119) y a los accidentes (103). En paralelo, los varones y mujeres de entre 20 y 29 años registraron 1.030 suicidios, el número más alto desde 2017. Los números hablan por sí solos: estamos frente a una crisis de salud mental que golpea con especial crudeza a las nuevas generaciones.

Es cierto que la adolescencia y la juventud son etapas naturalmente atravesadas por la vulnerabilidad emocional. Pero lo que reflejan estos datos no es solamente una circunstancia biológica o psicológica aislada, sino también un emergente social. Los jóvenes de hoy crecen en un país donde no se avizoran perspectivas claras de progreso personal ni colectivo. En un contexto de incertidumbre económica, fragmentación social y falta de horizontes, una porción importante de adolescentes y jóvenes parece carecer de las herramientas necesarias para enfrentar los desafíos de la vida adulta.

El panorama coincide con lo que advierte un informe reciente de Unicef, que señala como factores de riesgo la ausencia de adultos o instituciones que puedan contener, sostener y acompañar; las dificultades para cumplir con estándares sociales durante la transición a la adultez; el padecimiento mental no atendido; y el abuso sexual. Todos ellos son elementos que, sumados, configuran un caldo de cultivo que potencia la desesperanza y el dolor subjetivo en quienes todavía no han terminado de construir su identidad.

En un contexto social de falta de horizontes, una porción importante de adolescentes y jóvenes parece carecer de las herramientas necesarias para enfrentar los desafíos de la vida adulta. En un contexto social de falta de horizontes, una porción importante de adolescentes y jóvenes parece carecer de las herramientas necesarias para enfrentar los desafíos de la vida adulta.

El informe del Observatorio, sin embargo, no se limita al diagnóstico. Propone medidas concretas: programas de prevención emocional desde la infancia, formación de padres y docentes en competencias socioemocionales, promoción de espacios de escucha activa y políticas públicas sostenidas que den respuesta a esta urgencia.

La prevención también requiere de la mirada cercana y atenta de familias, escuelas y clubes. Señales como la desesperanza, la ansiedad, la impulsividad o la agresión no deben ser naturalizadas. Lo mismo sucede con situaciones de disfunción familiar, antecedentes de abuso sexual, violencia, rechazo social, aislamiento o victimización. En ámbitos de salud, diagnósticos como depresión, trastorno bipolar o estrés postraumático son alertas que no pueden ser desoídas. Incluso aspectos como el rechazo a la identidad u orientación sexual o las enfermedades graves deben ser contemplados como factores de riesgo.

La crudeza de las cifras nos obliga a una conclusión ineludible: el incremento de los suicidios de adolescentes y jóvenes es un grave problema de salud pública. El Estado no puede permanecer indiferente ni delegar su responsabilidad. Reconocer la dimensión de esta crisis y actuar con urgencia es el primer paso para que estas muertes, que hoy duelen y alarman, no sigan repitiéndose en silencio.

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