Un informe de WeProtect Global Alliance revela un dato estremecedor: un tercio de la violencia sexual infantil es cometida por preadolescentes y adolescentes. La prevalencia de estos comportamientos dañinos es, además, notablemente alta en América Latina, aunque, para más preocupación, muchas veces estos casos ni siquiera logran figurar en las estadísticas oficiales de nuestros países. Esta invisibilidad es un caldo de cultivo para la perpetuación del ciclo de abuso.
Pero quizás el hallazgo más crucial de esta investigación radica en desmantelar la imagen del victimario como un simple abusador. La investigación señala de manera categórica que “la mayoría de los niños y adolescentes que ejercen comportamientos sexuales dañinos fueron previamente víctimas de violencia, maltrato o negligencia”. Es decir, se trata, en muchos casos, de niños y adolescentes que están atravesados por un historial de experiencias adversas en la infancia, padeciendo procesos de depresión, ansiedad, estrés postraumático y trastornos de conducta. Incluso, el estudio vincula esta violencia sexual con discapacidades de aprendizaje. Comprender esta dinámica es fundamental, porque la agresión es, a menudo, una manifestación de un profundo dolor y trauma no resuelto.
El informe pone el foco en un asunto espinoso: los comportamientos sexuales dañinos en niños y adolescentes. Y no se trata aquí de los habituales juegos de exploración, sino de conductas graves como el acoso sexual, la extorsión digital o la manipulación de pares a través de redes sociales. Se trata de un fenómeno que no puede ser subestimado ni relativizado; requiere ser abordado con la seriedad que demandan las cifras.
La mayoría de los niños y adolescentes que ejercen comportamientos sexuales dañinos fueron previamente víctimas de violencia, maltrato y negligencia. La mayoría de los niños y adolescentes que ejercen comportamientos sexuales dañinos fueron previamente víctimas de violencia, maltrato y negligencia.
Un capítulo especialmente perturbador del informe es el de los deepfakes sexuales de menores de edad, es decir, imágenes o videos manipulados con inteligencia artificial. Lo inquietante no es solo la capacidad de daño del mal uso de la tecnología, sino el hecho de que muchas veces se generan a partir de fotografías de compañeros y compañeras de escuela. El resultado es devastador: las víctimas sufren un trauma psicológico equiparable al de un abuso sexual real. Aquí la violencia se vuelve aún más solapada y perversa, amplificada por la impunidad y anonimato del entorno digital.
El debate sobre qué hacer frente a estos comportamientos suele derivar en la propuesta de castigos severos. Pero el punitivismo, por sí solo, no es una solución. La clave no está en sancionar con dureza, sino en establecer respuestas proporcionales y ajustadas, que comprendan la complejidad del fenómeno. Y, sobre todo, en desplegar procesos educativos sistemáticos que iluminen el problema y brinden herramientas para prevenirlo.
En este sentido, la Educación Sexual Integral (ESI) ocupa un lugar central. Argentina cuenta con una ley que la regula, pero su cumplimiento es parcial y fragmentado. Esa deuda pendiente se vuelve hoy más evidente que nunca. Sin una formación integral, sin espacios para hablar con franqueza de estos temas, el silencio seguirá siendo el mejor aliado de la violencia.