La historia de una de las naciones más pequeñas del mundo explica de un modo muy didáctico los riesgos que existen cuando no hay un proyecto de país sustentable, una planificación estratégica respecto de un modelo. Es un ejemplo a pequeña escala de cómo actúa una economía si no hay regulaciones adecuadas, ni previsiones a futuro. Cuando la riqueza y el bienestar efímero aplastan en vez de motivar. Cuando el sistema productivo arrasa con el medio ambiente por la ausencia de controles.
Nauru es esta joven nación (declaró su independencia en 1968), una isla pequeña de la Polinesia de apenas 21 kilómetros cuadrados. Fue, hasta hace unas décadas, una tierra de paisajes paradisíacos y con una población autóctona que vivía frugalmente, de la pesca y la recolección. Todo cambió cuando una compañía del Reino Unido comenzó con la explotación de la minería de fosfatos en la isla.
Aunque esa compañía se llevó la parte del león del negocio, los escasos recursos otorgados a Nauru en concepto de derechos de explotación minera fueron suficientes para que sus 12.000 habitantes gozaran de un enorme y repentino bienestar económico. El PIB per cápita de Nauru se convirtió en uno de los más altos del mundo durante las décadas del 70 y el 80 del siglo pasado. Los habitantes de esa pequeña isla ya no tenían que trabajar para vivir bien. Viajaban con frecuencia a Australia o Nueva Zelanda, los países más cercanos, a dilapidar sus fortunas. Y volvían con todos los bienes del mundo occidental, incluidos alimentos enlatados y poco saludables. Así se modificó la vida y también la dieta, de los habitantes de Nauru.
Cuando, ya en los años noventa, el negocio del fosfato se empezó a apagar, las consecuencias del sistema productivo y económico que había regido quedaron dramáticamente a la vista. El bello paisaje había sido arrasado, junto con especies vegetales y animales. Los habitantes de la isla dejaron de percibir la renta extraordinaria y excepcional y, consecuentemente, se empobrecieron. Muchos de ellos habían dejado sus oficios y los chicos y jóvenes, de concurrir a las escuelas. El sedentarismo y la mala alimentación convirtió a Nauru en la nación con la proporción de obesos más alta del paneta. También con la proporción de diabéticos y la tasa de enfermedades cardíacas y de muertes por infarto del miocardio más elevadas. De hecho, los últimos dos presidentes fallecieron por esa razón.
El país está en bancarrota y apenas sobrevive por la colaboración de otras naciones, como Australia, que a cambio de esa ayuda negoció la instalación de una cárcel en la isla, denunciada por la ONG Amnistía Internacional como un verdadero campo de concentración donde se cometen inhumanos abusos.
Lo cierto es que el caso de Nauru es representativo de muchos de los males que aquejan a los modelos económicos y las sociedades en la actualidad: devastación ambiental por la explotación indiscriminada de los recursos naturales, ausencia de planificación, adopción de hábitos poco saludables por exceso de ingresos, entre otros. Claramente no es un problema que atañe solo a esa pequeña isla: muchos países y por qué no provincias, deberían verse reflejados en ese espejo decepcionante.