En lo que ocurre con la ley de alquileres pueden encontrarse algunos de los elementos que explican la exacerbación de la ojeriza que la sociedad les tiene a los miembros de la clase política, abono del campo en el que prospera Javier Milei. Los perjuicios que la pasión por entrometerse de estos sujetos provoca, ha terminado por darle apariencia razonable a los más disparatados dislates.
En su afán de controlar todo, siempre arropada en rimbombantes y enternecedoras consignas, “la casta” mete la cuchara donde no es necesario, sin que nadie la llame y arma unos aquelarres de casi imposible resolución.
En el caso de la ley de alquileres, las reformas sancionadas en la Cámara de Diputados para tratar de componer el desastre de los cambios introducidos en 2020 se trabaron en el Senado debido a que fueron promovidas por la oposición. El kirchnerismo no puede permitir que sus antagonistas se alcen con tamaño trofeo, así que empezó con las vueltas y considera indispensable consultar a todos los sectores antes de tomar una decisión. O sea: seguir dándole largas a un asunto que requiere soluciones urgentes por las destructivas consecuencias que ha tenido.
Gracias a las genialidades de la ley de alquileres, la cantidad de propiedades en alquiler se redujo un 47% porque los propietarios los retiraron del mercado. Hay entre 60.000 y 65.000 contratos a punto de vencerse y gran parte de los inquilinos están sumidos en la angustia porque no consiguen dónde trasladarse y están a expensas de que les prorroguen los contratos por plazos de entre tres o seis meses.
Todo porque “la casta” tuvo la ocurrencia de meterse en la relación entre propietarios, inquilinos e inmobiliarias con pretensiones justicieras y estableció condiciones de cumplimiento imposible en el contexto de inflación vigente.
El plazo mínimo de tres años para los contratos y la reactualización del precio del alquiler por tramos anuales acabó destruyendo el mercado.
A los inquilinos se les tornaba imposible afrontar ajustes que alcanzaban saltos incluso superiores al 100%. Para no quedar entrampados durante tres años, los propietarios empezaron a retirar sus propiedades para no rentarlas a pérdida y volcarlas al alquiler temporario.
De tal manera, la intromisión de la política perjudicó a todas las partes, que hasta entonces acordaban sin mayores inconvenientes. Los requisitos para alquilar se hicieron cada vez más onerosos, debido a que los propietarios, lógicamente, comenzaron a fijar precios conforme a la expectativa inflacionaria. Y los inquilinos se vieron limitados en sus alternativas por la retracción de la cantidad de inmuebles disponibles, o a entrar junto con los propietarios en un desgastante y absurdo encadenamiento de alquileres temporarios.
Como era de esperarse, el enrevesado sistema colapsó exactamente a los tres años de entrar en vigencia, que es la duración mínima de los contratos de alquiler fijada por los altruistas legisladores en julio de 2020.
No conformes con el desaguisado, ahora sus rencillas endogámicas dilatan la solución del problema e impregnan de incertidumbre el sistema. Los propietarios son reticentes a alquilar y renovar contratos hasta que las nuevas reglas de juego sean claras, los inquilinos que no pueden acceder a prórrogas no saben dónde meterse.
Sin haber todavía resuelto el caos que provocaron, los incordios se disponen a intervenir en el mercado de los alquileres temporarios, bajo la suposición de que su sabiduría es indispensable para orientar a propietarios, inmobiliarias e inquilinos, imbéciles incapaces de acordar sin tutelajes.
Que el negocio de los alquileres temporarios venga funcionando sin mayores inconvenientes sería indicio de que la intromisión de la política es innecesaria. Esta sospecha se torna certeza en cuanto se consideran los demoledores resultados obtenidos con la ley de alquileres.
Pero a "la casta" no le entran balas y se ofrece a arreglar lo que no necesita arreglo. Tan tranquilos que estaban todos y ya tienen que meterse.