"El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe
absolutamente” es una célebre frase acuñada por
el historiador católico británico John Emerich Acton hacia fines del siglo XIX. La historia de la humanidad parece corroborar, en
términos generales, la idea central de la sentencia.
Según esta conclusión, todos los hombres serían
corruptibles, dependiendo el grado –cuán corrupto se es- de su cercanía con el
poder. De modo que solo estarían a salvo de cometer actos ilícitos, ilegales e
inmorales para beneficio personal con recursos del erario público –que de eso
hablamos en la acepción del término ligado a la política-, quienes no tienen
acceso al manejo de esos recursos. Es decir, quienes no tienen poder.
Tal vez sea oportuno sostener que, como todo apotegma,
constituye una simplificación que excluye todas aquellas conductas que no son
funcionales al veredicto central. Por cierto que no todos los hombres son
corruptibles, y así como abundan los ejemplos de personas que cedieron a la
tentación de la malversación de los dineros del Estado, hay muchos otros en
sentido contrario; esto es, hombres y mujeres que administraron honestamente
los fondos públicos que el pueblo les delegó.
Resulta útil reflexionar sobre estas cuestiones en la
Argentina actual, en la que sobran las imputaciones por corrupción, que por
supuesto la Justicia deberá probar, contra altos dirigentes de las principales
fuerzas políticas, funcionarios actuales y ex funcionarios.
Pero también cabe interrogarse, en función de la sentencia
de Acton, cómo
reaccionaría el hombre común, que condena la corrupción y se horroriza por
ella, si tuviese una cuota de poder. O preguntarse si las conductas cotidianas
de las personas no están en algunas situaciones y contextos ligadas a pequeños
actos de corruptela, que pasan inadvertidas porque son consideradas
insignificantes –en el sentido de la cuantía de los dineros que involucran-
respecto de los grandes actos de corrupción, que implican cifras millonarias.
Comete también actos de corrupción el que paga una coima a
un inspector de tránsito para evitar pagar una multa mayor, el inspector que la
cobra, el empleado del Estado que usa vehículos o bienes públicos para uso
personal, el que dibuja gastos inexistentes a la hora de rendir fondos para
quedarse con la diferencia, el que se queda con "vueltos”, el que simula
enfermedades con la complicidad de profesionales médicos para no ir a trabajar,
el contribuyente que evade impuestos a través de distintos mecanismos, el
comerciante que se cuelga del tendido eléctrico o "toca” el medidor...
El hecho de que los montos sean insignificantes en
comparación, por ejemplo, con los que implican los retornos de la obra pública
o el dinero que no se declara y se fuga a paraísos fiscales, no los exime de la
caracterización señalada.
En todo caso, es un problema de magnitud. La pregunta es si
los que cometen las corruptelas menores porque tienen un poder limitado,
cometerían grandes actos de corrupción, con cifras millonarias, si gozaran de
un mayor poder.
La respuesta no puede ser unívoca, pero vale la pena que la
formulemos, aunque incomode.