Después de más de un año de bajísimo perfil, reapareció públicamente el ex precandidato presidencial Horacio Rodríguez Larreta. Lo hizo para mandarle un mensaje a Javier Milei pidiéndole que cese con sus insultos y discursos violentos. Acompañó ese reclamo con un informe elaborado por la fundación Movimiento al Desarrollo en el que se detalla que el actual presidente de la Nación utilizó 32 términos para insultar y descalificar a personas e instituciones en 2173 oportunidades solo a través de su cuenta en la red social X. Sin contar los proferidos en discursos o entrevistas. Entre los términos despectivos que más ha utilizado se cuentan “zurdos” (301 veces), “degenerados” (184) o “hijos de puta” (110).
“Somos muchos los argentinos que no pensamos como usted. Todos y cada uno merecemos respeto, paz y tolerancia. Usted tiene una enorme responsabilidad. Cada uno es lo que dice. No se trata de ‘formas’. En democracia las formas son el fondo. Las palabras son importantes. De hecho, todos sabemos que son el lugar donde siempre comienza la violencia”, opinó Rodríguez Larreta.
La violencia verbal que se ejerce desde la primera magistratura nacional tiene su correlato en la realidad, a veces trasponiendo lo meramente discursivo y simbólico e incursionando en la agresión física. Es una violencia que contagia.
De todos modos, sería injusto atribuirle responsabilidad exclusiva al espacio libertario por la agresividad que campea en la realidad. Son muchos los factores y muchos los protagonistas de la vida política nacional que contribuyen a este estado de situación. Pero no se ha visto en las últimas cuatro décadas de vida democrática tanta violencia verbal emitida desde el poder, lo que puede entenderse como una suerte de incitación a que se extienda al resto de la ciudadanía, que no tiene responsabilidades institucionales.
En los últimos días se han conocido algunos hechos públicos de violencia discriminatoria sumamente preocupante. En un club de golf de Pinamar, una jubilada de 61 años fue agredida por una pareja mientras compartía mates con una amiga en el césped cercano a los hoyos del club. Los agresores la golpearon con un palo de golf y la insultaron con comentarios discriminatorios y clasistas: “¡Vayan al conurbano a tomar mates!” y “¡Acá no toma mate ningún negro de mierda!”.
Otro episodio violento y de contenido racista lo protagonizó un hombre en el barrio de Palermo, en la ciudad de Buenos Aires, cuando empezó a insultar a militantes de la organización JudiesxPalestina, que se manifestaban pacíficamente. Exigiéndoles que se vayan de “su” barrio, les gritó “Yo soy rico y ustedes son unos negros de mierda. Y la gente rica no va presa”.
En un país que a lo largo de su historia ha sido atravesado por la violencia en todas sus formas, los insultos y agravios verbales pueden parecer una cosa menor, de mal gusto. Pero viniendo de lo más alto del poder político, y luego del ejercicio de 40 años de democracia -imperfecta, pero democracia al fin-, no deben subestimarse, menos aún cuando los seguidores más acérrimos del presidente advierten que serán su “brazo armado”.