miércoles 10 de diciembre de 2025
Garamond 11

Un nuevo intento de explicación de Los Simpson

Por Juan Francisco Uriarte

Éste será un nuevo intento de explicación (la explicación que, probablemente, más haya realizado nuestra generación) sobre algunos porqués, algunas importancias y algunas esencialidades del éxito (inigualable) de Los Simpson, esa serie que, la quieran o no, la hayan visto o no, conocen todos ustedes. No necesito explicarles de qué va, ¿verdad?

Entonces al grano, pues para intentar (una vez más) comprender el mundo de Los Simpson deberíamos comenzar por su creador, Matt Groening.

Nacido en Portland (Óregon) en 1954, Groening creció rodeado por revistas de cómics, caricaturas y un humor doméstico que oscilaba entre la ironía y el absurdo. Su educación sentimental estaba hecha de tiras de diarios, programas televisivos de la llamada “Edad Dorada” de la animación y una visión crítica a veces incómoda de la sociedad estadounidense de su tiempo.

Aún antes de llegar a Springfield, Groening ya había cultivado un pequeño clan personal: Life in Hell, una historieta independiente que retrataba las miserias y contradicciones de la vida urbana.

Su proceso creativo estaba marcado por una economía de recursos que no limitaba la profundidad. Los primeros bocetos de la familia Simpson fueron, en apariencia, toscos, casi improvisados, pero debajo de esa estética sencilla había un mapa de relaciones humanas lleno de tensiones, afectos y fragilidades. Groening creaba (como otras producciones de aquellos y estos años) arquetipos que podían habitar tanto el humor más ligero como la sátira mordaz. En ellos se reflejaban la política, la cultura pop, el consumismo y, sobre todo, las pequeñas tragedias de la clase media yanqui.

Ese mundo, sin embargo, no se sostuvo únicamente sobre los hombros de su creador. Sus capacidades individuales no podían abastecer el hambre de productividad de la Fox.

Muy pronto, y en consonancia con la voracidad de Murdoch & Cía., un equipo de guionistas se convertiría en el verdadero motor narrativo de la serie. Entre ellos, veteranos de la comedia televisiva y jóvenes talentos formados en prestigiosas universidades, el periodismo satírico y el aún joven y experimental stand-up.

La dinámica de escritura colectiva que tenía esa bandita de geniecillos se convirtió en un laboratorio donde se probaban chistes, referencias culturales y giros de guión que podían pasar de lo banal a lo brillante en un par de líneas. Desde ese momento, Springfield empezó a respirar como una ciudad real: llena de contradicciones, de exageraciones y de una lucidez incómoda que aún hoy incomoda y divierte.

Matt Groening podrá firmar la partida de nacimiento de Los Simpson, pero los arquitectos y obreros a cargo de Springfield son desde el inicio mismo del show sus guionistas.

Desde aquel diciembre de 1989,cuando el primer capítulo de la serie hizo su presentación en las pantallas norteamericanas, nombres como John Swartzwelder, George Meyer, Al Jean, Mike Reiss o Conan O’Brien construyeron chistes y tramas como quien edifica catedrales… pero de cartón pintado, para que se derrumben con los títulos finales.

A lo largo de más de tres décadas, por la sala de escritura pasaron casi de un centenar de escritoras y escritores, cada uno dejando un rastro de chistes, referencias y pequeñas venganzas personales disfrazadas de diálogos.

Esta rotación constante no diluyó el estilo, al contrario, lo reforzó. Como en una especie de relevo olímpico del sarcasmo, cada nueva generación de guionistas recibía el testigo y añadía su capa de ironía, autoconciencia y crítica social.

La estructura narrativa de Los Simpson no es la de una sitcom tradicional, aunque lo disimula bien.

Cada episodio arranca con un desvío: una anécdota mínima un concurso escolar, un evento en la iglesia, un producto nuevo del Kwik-E-Mart que termina desembocando en una trama principal completamente distinta. Es como si los escritores se aburrieran del primer acto y decidieran, en pleno vuelo, que la historia tenía que ir para otro lado.

Pero, aunque pueda parecerlo, este jueguito narrativo no es pereza: es una forma de mantener viva la sorpresa, de romper la expectativa incluso antes de que el público se acomode y salir por otro lado, por otro personaje, por otro lugar de la comarca vecina de Shelbyville.

Lo que hace que todavía funcionen hoy, incluso en la era de la ironía gastada y el meme instantáneo, es que bajo las capas de sátira y autoparodia hay un corazón narrativo muy claro: una familia que, por más disfuncional que sea, se quiere lo suficiente como para seguir en pie.

Los guionistas entendieron que la risa es más efectiva cuando hay algo en juego: un fracaso compartido, una humillación pública o, al final, un pequeño acto de ternura que equilibra el caos. Springfield puede quedar en ruinas al final de los 22 minutos netos de cada episodio, pero si Marge y Homero se abrazan, si Bart y Lisa se sonríen, todo sigue en orden…

La grandeza de esta serie icónica (y aún no del todo comprendida) no está solo en sus chistes, sino en que funciona como una especie de laboratorio ético.

En cada nuevo capítulo, disfrazado de broma sobre un payaso alcohólico o un vecino insufriblemente bueno, se plantean preguntas clásicas de la filosofía: ¿Qué es una vida buena? ¿Cuál es el precio de la felicidad? ¿Cuánta dignidad estamos dispuestos a hipotecar por un cupón de descuentos?

Springfield es, de manera ampliada, el arquetipo la polis de Aristóteles.

De Homero a Lisa (y pasando por todos los springfildeanos), los personajes encarnan posturas filosóficas que se repiten, con ligeras variaciones, desde los presocráticos: el hedonismo, el estoicismo, el utilitarismo de bolsillo y, en el caso de Bart, una especie de anarquismo de patio de escuela. Hasta el pobre de Apu, ya eliminado de la serie por absurdas razones, roza el hinduismo con ciertas pizcas de acierto.

Y lo notable es que no hay episodio que les imponga un juicio definitivo: los deja vivir, fracasar y volver a intentarlo la semana siguiente, como si el eterno retorno de Nietzsche sucediera en cada nuevo episodio.

El secreto está en que Los Simpson, gracias a los escritores que le dieron y dan vida, entiende algo que muchas ficciones “serias” olvidan: que la ironía y la reflexión no son opuestas. La sátira es el vehículo, sí, pero el combustible es la empatía.

Por eso, incluso en los capítulos más caóticos, hay un momento en el que la broma se pliega sobre sí misma y deja ver una verdad incómoda: que todos, en el fondo, somos un poco como Homero, Lisa, Rafa o Moe… y que no pasa nada, porque en el fondo todos tenemos derecho a nuestra dosis de ridículo.

Así, la serie se convierte en un espejo deformante que, paradójicamente, nos refleja con más precisión que muchas crónicas y ensayos.

Y ya que estamos suelto la frase que me llevó a escribir esto (quizás para justificarla solo a ella): Springfield no es una ciudad ficticia, es un estado mental.

Y mientras sigamos riéndonos de ella (y de nosotros mismos), tal vez estemos más cerca de entender que la filosofía, como el buen humor, no pretende dar todas las respuestas, pero sí las preguntas correctas.

Esto fue Garamond 11. Hasta la próxima, lectores.

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