Para ser analizado en el G20 que se celebrará entre el 18 y el 10 de noviembre en Sudáfrica, un estudio presentado por el equipo del Nobel de Economía Joseph Stiglitz vuelve a colocar en el centro del debate internacional el tema de la desigualdad económica extrema. El informe, titulado Reporte Técnico de Inequidad Global, no solo ofrece cifras que estremecen, sino que propone una lectura política profunda sobre el rumbo que ha tomado la economía mundial en lo que va del siglo XXI.
Según el estudio, desde el año 2000 el 1% más rico del planeta se ha apropiado del 41% de toda la riqueza creada, mientras que apenas el 1% fue a parar al 50% más pobre. El informe excede el perfil económico del problema y señala que los países con mayores niveles de desigualdad tienen siete veces más probabilidades de sufrir un declive democrático. La concentración de riqueza, en definitiva, no solo erosiona la justicia social, sino también la calidad institucional.
Reducir la desigualdad no es únicamente un acto de justicia: es una condición para preservar la democracia misma. Reducir la desigualdad no es únicamente un acto de justicia: es una condición para preservar la democracia misma.
La inequidad, señala el documento, se manifiesta en el acceso desigual a la salud, a la educación, a la justicia y a las oportunidades de desarrollo. Y si la desigualdad crece dentro de los países -entre clases sociales-, también se profundiza entre ellos, pues las naciones del hemisferio norte continúan siendo desproporcionadamente más ricas que las del sur, consolidando un sistema global cada vez más injusto.
En este contexto, marcado por la expansión de gobiernos de derecha y extrema derecha en diversas regiones del mundo, la tendencia a la concentración de la riqueza tiende a acelerarse. Sin embargo, también emergen propuestas concretas para revertir el proceso de incremento de la inequidad global. Un ejemplo es Brasil, donde el presidente Luiz Inácio Lula da Silva impulsó una reforma fiscal progresiva que exime del impuesto a la renta a los trabajadores de menores ingresos y crea, en contrapartida, un tributo mínimo para los “ultrarricos”. Medidas similares comienzan a debatirse en otros países, incluso en Estados Unidos, promovidas por el alcalde electo de Nueva York, Zohran Mamdani.
Estas iniciativas, además, cuentan con el respaldo del actual Papa, quien -siguiendo la línea marcada por su antecesor, Francisco- ha insistido en que la desigualdad es una forma de violencia económica. Sorprendentemente, también un grupo de megamillonarios, entre ellos Bill Gates, se ha pronunciado a favor de impuestos más altos para las grandes fortunas, reconociendo que la concentración extrema de riqueza amenaza la estabilidad global.
Reducir la desigualdad no es únicamente un acto de justicia: es una condición para preservar la democracia misma. Si el siglo XXI ha sido, hasta ahora, el de la expansión de la brecha, el desafío del G20 es abrir un proceso que sea capaz de modificar la tendencia en procura de mayor equidad global.