El protocolo Bullrich, bajo la lupa de la Justicia
Violencia
institucional. Más que ordenar la protesta, las fuerzas de
seguridad desplegaron una dinámica de represión.
Cuando el gobierno de Javier Milei comenzó a aplicar el denominado protocolo antipiquetes, diseñado por la ministra de Seguridad Patricia Bullrich, una buena parte de la sociedad lo recibió con aprobación. El hartazgo frente a los cortes de calles, acampes y manifestaciones permanentes en la vía pública era palpable, y el reclamo por una “normal circulación” había alcanzado consenso. En ese contexto, la elaboración de un mecanismo que pusiera cierto orden parecía razonable, incluso necesario, siempre y cuando no implicara un avance sobre un derecho fundamental: el derecho a la protesta, consagrado en la Constitución Nacional.
Sin embargo, desde el primer día de su aplicación, el protocolo mostró un costado diferente, una variación fundamental respecto del argumento que se había expresado como justificación para su implementación. Más que ordenar la protesta, las fuerzas de seguridad desplegaron una dinámica de represión violenta que, paradójicamente, no lograba el objetivo que decía perseguir de liberar las calles. Las imágenes se repitieron en cada operativo, con los propios policías, gendarmes o prefectos bloqueando avenidas enteras con sus despliegues, generando más caos que el que pretendían evitar.
Una cosa es ordenar el espacio público para evitar que piquetes bloqueen el derecho a transitar, y otra muy distinta es institucionalizar la violencia estatal. Una cosa es ordenar el espacio público para evitar que piquetes bloqueen el derecho a transitar, y otra muy distinta es institucionalizar la violencia estatal.
La situación se volvió más grave con el paso de los meses. Se multiplicaron los casos de agresiones injustificadas y uso desmedido de la fuerza, muchos de ellos hoy bajo investigación judicial. La jueza María Servini procesó recientemente al gendarme que hirió gravemente a Pablo Grillo y al prefecto responsable de que Jonathan Navarro perdiera la visión de un ojo. No son hechos aislados ni errores operativos sino síntomas de una doctrina que confunde orden con represión, autoridad con violencia.
En los próximos días, el juez Martín Cormick deberá pronunciarse sobre la constitucionalidad del protocolo, luego del dictamen de la fiscal María Eugenia Sagasta. La resolución será clave no solo para definir la validez del instrumento en sí, sino también para delimitar las responsabilidades de los funcionarios que lo diseñaron y aplicaron. Porque lo que la Justicia debe determinar no es únicamente si hubo excesos individuales de algunos efectivos, sino si el propio protocolo incurre en fallas que lo tornan inconstitucional al habilitar un uso ilegítimo de la fuerza.
Como suele suceder, los tiempos judiciales se alinean con los tiempos políticos. Durante meses, las denuncias por violencia desmedida o abusos policiales durmieron el sueño de los justos en los despachos judiciales. Pero con un gobierno nacional cada vez más debilitado, algunos expedientes empezaron a moverse, y en la mayoría de los casos se confirma lo que a simple vista era evidente: la represión fue desproporcionada, innecesaria y muchas veces ilegal.
Patricia Bullrich, lejos de corregir los excesos, los ha avalado públicamente como parte del protocolo, insistiendo en que las fuerzas actuaron “de acuerdo con las órdenes impartidas”. Esa afirmación, más que una defensa, funciona como una admisión de que el problema no son solo los métodos, sino la concepción misma del orden público que promueve el Ministerio de Seguridad.
La Justicia tiene ahora la tarea de marcar los límites. Porque una cosa es ordenar el espacio público para evitar que manifestaciones o piquetes bloqueen el derecho a transitar, y otra muy distinta es institucionalizar la violencia estatal contra quienes ejercen un derecho democrático. El desafío no es menor. Se trata de impedir que, bajo la bandera del orden, se consolide un modelo de represión como forma de gobierno.