En 1947, los pollos caminaban tranquilos por el campo. Viviendo, riendo, jugando, en el mismo estado natural del que gozaban desde el principio de los tiempos. Al igual que el oso de la canción de Morís, las mañanas y las tardes eran de ellos, y a la noche se tiraban a descansar. Con sus plumas al viento y su corazón salvaje, mal podía imaginar en ese momento un pollo que ese sería el último año de libertad.
En 1948 tuvo lugar el concurso llamado “El pollo del mañana”, una iniciativa de una cadena de supermercados estadounidense que buscaba una variedad del ave que fuera fácil y rápida de criar, además de contar con más carne que esos pollos deportistas que iban y venían por las praderas todo el día, animales fondistas cuyos cuerpos magros no eran aptos para alimentar a nadie. El nombre del concurso, por cierto, era engañoso, más de un pollo se habrá anotado confundido, pensando que se trataría de algún título que reconocería sus virtudes atléticas en lugar de sus ventajas a la hora de entrar al horno. Imagino a un pollo mirándose al espejo, orgulloso de su musculatura, llenando la ficha para participar de la competencia, y no puedo menos que pensar lo terrible que son los sueños que se tuercen.
Luego de aquel fatídico año ver a un pollo corriendo libre se hizo cada vez más difícil. Aquellos animales esbeltos que quizás con el paso de los años habrían alcanzado el sueño de volar se hicieron cada vez más rechonchos y sedentarios, sus vidas circunscriptas a una sucesión de días totalmente iguales unos a otros, un ciclo sin fin de nacimiento, alimentación y muerte. Sus alas, que otrora les servían al menos para aletear unos metros y sentir que podían, aunque sea por instantes, burlarse de la gravedad, se convirtieron en apéndices inútiles, crueles recordatorios de la dicha de sus ancestros, suvenires de un pasado perdido. Por ponerlo en otras palabras, hicimos con el pollo lo mismo que las máquinas hicieron con nosotros en Matrix. Tal vez, incluso, en este mismo momento un pollo sueña con la libertad, con un horizonte lejano más allá de su jaula, con vivir una vida llena de emoción como las de sus antepasados, y su mirada brilla mientras planea la revolución.
Aquel mañana que se anunciaba en el concurso ya se ha convertido en el ayer. Casi nada queda de aquellos pollos que se paseaban libres bajo el sol. Los más afortunados viven en granjas, y sus realidades cotidianas todavía conservan algo de la adrenalina de la vida salvaje, pero nada es igual. Nada es como en 1947. Y, sin embargo, de vez en cuando, mientras como una suprema con papas fritas, me asaltan pensamientos de libertad, el instinto salvaje de miles de pollos ancestrales todavía resistiéndose a morir, a aceptar su nueva realidad, monótona y gris.
Cuando eso ocurre, me doy cuenta de que le falta mayonesa.