martes 2 de diciembre de 2025
Algo en que pensar mientras lavamos los platos

El arte de no hacer reír

Rodrigo L. Ovejero

Algunos días atrás tuve una recaída. Luego de años de autocontrol, de férrea disciplina, me hallaba de buen humor y olvidé por un segundo todo el daño que hice con mi conducta destructiva a mis seres queridos. Es muy triste reconocerlo, pero fui débil y volví a caer en el vicio que me había jurado superar, rompí un compromiso que había hecho con la sociedad y sobre todo conmigo mismo. No quiero justificarme, no hay excusas para mi accionar. Lastimé a una persona muy querida hace unos días, cuando, en un momento de debilidad, le conté un chiste.

Son muy pocas las personas que tienen talento para contar un chiste, que pueden incluso transformar un chiste mediocre en una fuente de risas. La mayoría de los mortales hacen lo que pueden, ponen toda su voluntad y consiguen algunas sonrisas, aunque sea de compromiso. Y después estamos nosotros, los que somos capaces de contar el mejor chiste del mundo y, en el proceso, despojarlo de toda su gracia. Es un don muy raro, somos pocos los que dominamos el arte de asesinar chistes, y cada vez es más difícil encontrarnos pues tenemos la precaución de no contar ninguno. Curiosamente, los chistes que he contado en mi vida jamás volví a escucharlos por otra persona, como si de verdad los hubiera eliminado, al igual que el caballo de Atila marchitaba la hierba sobre la que pisaba.

En esta ocasión conté un chiste que, estoy casi seguro, era genial. Nada vive ya de él en mi cabeza, mi memoria ha decidido olvidar el asunto para poder tolerar mi propia existencia, como un alcohólico olvida los accidentes domésticos provocados por la bebida o las decepciones que ha provocado en sus desventuras etílicas. Estoy seguro de que cuando lo escuché por primera vez me resultó brillante, y que reconstruido en mi mente conservaba todo su humor, pero en cuanto comencé a decirlo pude notar cómo, a cada palabra que avanzaba, iba perdiendo todo el lustre y la sorpresa que alguna vez había tenido. Para cuando terminé de decirlo, mi oyente me miraba con estupor, incapaz de decidir si debía reír o indignarse. Por ponerlo en términos más claros, quise contar un chiste y el resultado fue más similar a un accidente al costado de la carretera.

Sé que no estoy solo, sé que allí afuera hay más personas con este mismo problema. Personas que quisieran poder contar un chiste pero que se contienen, pues cada vez que lo hicieron lastimaron a un ser querido, defraudaron a quienes depositaban su confianza en ellos. Es por eso que voy a crear un grupo de autoayuda, en el cual nos reuniremos todas las semanas para celebrar otros siete días sin caer en la tentación de contar un chiste. Pensé en llamarlo Contadores Anónimos, pero temo la confusión de graduados en ciencias económicas. Todavía no tengo claro cómo se llamará, pero el proceso de admisión será sencillo: el aspirante contará un chiste al resto del grupo, y si alguien se ríe será rechazado.

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