Corría el año 1965 y respondiendo a la inveterada costumbre de los “casineros” (empleados de los casinos ) de ir rotando sus lugares de trabajo cada tanto, vivía con padres y hermanas en La Rioja. Originarios de Mar del Plata, habíamos vivido ya un tiempo en Río Hondo, Bariloche y ahora tocaba la tierra de Facundo, en cuya casa de juegos era jefe de personal mi padre. T
odo era absolutamente nuevo para nosotros. Habíamos hecho una mudanza entera, con muebles y todo, mi padre y yo –entonces de 12 años – trasladando todos los enseres en tres viajes de carros desde la estación del ferrocarril Mar del Plata/Córdoba a la del tren Córdoba/La Rioja, en sólo dos horas ….Cuando el tren ya partía pudimos abordarlo con mi viejo en el último vagón y llegar al lugar en el que estaban llorando madre y hermanas porque el tren se iba y nosotros no llegábamos.
En un nada lujoso pero lindo (para la época) departamento de la calle Coronel Lagos vivíamos tratando de aprender y aprehender las nuevas costumbres. Justo frente al almacén que estaba en la planta baja de nuestra vivienda había un gran terreno en el que los chicos del barrio habían improvisado una canchita de buenas dimensiones, con arcos y todo. Hacia uno de los costados y el que daba a la calle, cuando la pelota excedía los límites de la canchita, era relativamente fácil recuperarla. Pero hacia el otro costado, si la pelota caía en la casa de cierto vecino, estaba perdida.
El doctor Villagra, que de él se trataba, era un personaje raro para los chicos de ese barrio; de avanzada edad, vestido íntegramente de negro, con sombrero negro incluido, salía y entraba en su casa dotado de una enorme cantidad de llaves y candados que abrían y cerraban puertas y rejas. El doctor vivía sin compañía alguna, y sólo recibía diariamente una visita: la de un chico en bicicleta que le traía la comida, apodado “Vianda Quinina”, ya que el doctor era popularmente conocido como “Dr. Quinina”.
Así, cada vez que el destino quería que la pelota en juego cayera en lo del Doctor Quinina, se terminaba el partido y se daba por perdido el balón, aunque casi siempre se intentaran ruegos a gritos desde la canchita, implorando la devolución, o yendo hasta la esquina y golpeando las manos para intentar ablandar al galeno, que invariablemente sacaba con cajas destempladas al o los chicos que se animaban a encararlo … Pareciera que el griterío y el golpe de la pelota sobre su pared lindante con la canchita le provocaban un desasosiego al doctor que éste vengaba cada vez que una pelota caía en su casa, una muy amplia y vetusta construcción llena de pastizales, hiedras y elementos que contribuían a hacerle fama de “casa fantasma” , propia de un personaje idem que, encima, vivía solo.
Pero – siempre hay un pero, y siempre hay un día – un día cualquiera, y cuando “la caprichosa” (al decir de Quique Wolf) decidió caer al agujero negro de la casa del Doctor Quinina y cada uno de los jugadores abandonaba tristemente resignado el campo de juego , de pronto ¡¡una catarata de pelotas empezó a caer desde la casa fantasmal hacia la canchita!! Por alguna extraña razón, (diría ahora Forrest Gump) el viejo loco (eso, al menos, era lo que los chicos creíamos) decidió devolver los esféricos que habían caído en su casa por años. Unas quince a veinte pelotas volvieron a sus dueños y a rodar por las canchas de ese barrio …La sorpresa y la alegría fueron tantas, que los changos estallaron en sonoros y extensos “QUININA CORAZON!! QUININA CORAZON!” que no sé si habrán llegado a ojos y oídos del mencionado, y si lo hicieron, qué sensaciones nuevas habrán suscitado.
La canchita en cuestión era, como no podía ser de otro modo en ese lugar, un predio pelado de pasto, tierra afirmada no más. En La Rioja llovía y llueve poco, y sin riego artificial y otros detalles de mantenimiento, todas las canchitas riojanas eran así …Mis ídolos de barrio – los changos mayores, de quince ,dieciséis o diecisiete años --- hacían verdaderos malabares jugando descalzos, en patas como se dice vulgarmente, jugando hacía años en esas superficies, tenían unos talones y plantas de pie que parecían de madera. Yo, acostumbrado a las canchitas de Mar del Plata con pasto, jugaba con zapatillas (nada de botines, ni siquiera Sacachispas, que eran sacha botines con tapones de goma) y sufría la humillante superioridad de esos chicos, más hábiles todos.
Así, y hablando de humillación, cualquiera que haya jugado en picados de barrio sabe lo que es el pan y queso … Se elige a dos jugadores (generalmente, los más hábiles, o caso contrario, el más hábil por un lado y el dueño de la pelota por otro) y éstos van eligiendo, uno primero, el otro después, y así sucesivamente, a quienes lo secundarán en su equipo. Por supuesto, comienzan eligiendo a los que consideran más hábiles, que se van poniendo detrás suyo, y van quedando expuestos enfrente los que nadie quiere elegir o elige porque no queda otro. Por supuesto, yo, a mis trece años, rubio (“payo”) y de lentes, con zapatillas y muy poca habilidad natural, era siempre el último elegido. En una suerte de selección natural de la especie, si alguien contemplaba la escena desde el balcón de mi departamento, justo enfrente de la cancha, la sensación sería lastimosa. Pero yo no me arredraba, y jugando con esos pillos descalzos aprendí bastante, como sucede casi siempre cuando un jugador menos hábil juega seguido contra gente que lo baila. Mientras se la banque, después de un tiempo saldrá un poco menos malo para el deporte …
Cuando trataba de sobrevivir en esa jungla deportiva, la mejor manera de integrarme a la gente del barrio, recibimos la visita de mis abuelos maternos. Mi abuelo Tomás me traía algo que era, en ese barrio y en esa época, oro en polvo: una pelota de cuero, pero no la de siempre hasta entonces, de cuero marrón y gajos iguales, sino una hermosa pelota de gajos blancos y negros, la última sensación de lo que se veía por fotos o en tv blanco y negro (insisto, año 1965, La Rioja). Yo no podía creer lo que veía … Y mientras trataba de asimilar tanta alegría, siento que golpean las manos y veo que en la puerta de la escalera de acceso al departamento, uno de los “jefes” del fulbito de todos los días, me grita desde abajo: YA TE HAS EQUIPAO, VICENTE?? Eso, traducido al marplatense básico, quería decir: “Ya te cambiaste para jugar, Vicente? Nos enteramos (vaya a saberse cómo) que tenés algo muy interesante para mostrarnos. Y queremos invitarte a que seas el primero en jugar para nuestro equipo…!!”
Así, el siempre último en ser elegido pasaba a ser el primero a ser tenido en cuenta. ¡Y lo venían a buscar a su casa!
Sinceramente, lo recuerdo con alegría, con nostalgia por esos tiempos y como aprendizaje de vida en circunstancias medianamente complicadas para un niño o adolescente, cuando de pasar de Mar del Plata a Rio Hondo, de allí a Mar del Plata, luego a Bariloche, después a La Rioja se trataba …Con ese espíritu transhumante de los casineros, una suerte de gitanos sin tribu, sin carpa y sin plumón , fui de esa manera aprendiendo a conocer las reglas de juego de cada lugar, haciéndome así ciudadano de cualquier lugar y, al mismo tiempo, de ningún lugar. Con amigos y sin raíces. Pero casi siempre alegre.