La causa sobre la banda de estafadores que al parecer lideraba Mario Del Campo se suma a la extensa cadena de evidencias sobre una degradación institucional que el Poder Judicial condensa, pero no agota. Las ramificaciones alcanzan a la Policía y al Registro de la Propiedad y Catastro, reparticiones que ya fueron salpicadas por las criptoestafas. Es asombroso el talento de los malandras para encontrar colaboradores en todos los estamentos estatales sin que los jerarcas se enteren.
Un detalle sintetiza el lamentable panorama: los allanamientos, detenciones e indagatorias fueron dispuestos por el fiscal de Instrucción Nº 5 Hugo Leandro Costilla, sobre quien pende un juicio político a raíz de sus conductas en las absoluciones pagas anuladas por la Corte, una causa conexa con el expediente Bacchiani y el trámite de la investigación del asesinato del ministro de Desarrollo Social Juan Carlos Rojas.
Aún cuando los hechos que se les endilgan a los estafadores sean ciertos, es demasiado pedirle a una sociedad con su credulidad agotada a fuerza de escándalos que no se pregunte si la relación entre el Jury y la pesquisa en curso es casual o causal.
Para armar el expediente que compromete a Del Campo y sus presuntos cómplices, Costilla vinculó varias causas de fraude en las que aparecían involucrados, algunas con más de cinco años de antigüedad. Es decir: unificó lo que estaba fragmentado, persigue como episodios de uno solo plan sistemático, orquestado por una asociación ilícita, hechos que se venían investigando en forma aislada.
Eso ya marca un déficit significativo del Poder Judicial. Súbitamente se descubre una banda de facinerosos sobre cuyas incursiones fiscales y jueces tenían datos desde hace años.
¿Quiénes son esos fiscales y jueces?
Al margen del reproche por la mora, mal endémico, hay una falla sistémica, indicio de un funcionamiento caótico.
Hay 12 empleados judiciales imputados por colaborar con trámites procesales indispensables para perpetrar los ilícitos, que iban desde suministrar información a omitir notificaciones para evitar que las víctimas se enteraran de juicios ejecutivos truchos que se les montaban, pasando por criterios más bien flexibles para determinar la legitimidad de pagarés.
La investigación no ha llegado a determinar si estos sujetos actuaban con el consentimiento de sus superiores.
Salvo que Costilla alcance a determinar complicidades en niveles más altos, la imagen provisoria es la de un Poder Judicial agusanado por cuentapropistas, en el que cualquiera con la suficiente audacia está en condiciones de montar un kiosco particular.
Es gravísimo, porque la libertad y el patrimonio de los ciudadanos quedaría en muchos casos a merced no ya de los magistrados, sino de agentes inferiores y pinches que, dados los favoritismos y acomodos que caracterizan las designaciones y ascensos, reúnen más condiciones de idoneidad que sus teóricos jefes.
Si se confirma lo que Costilla conjetura, que un grupo de empleados judiciales haya logrado manipular el sistema para aceitar estafas habla menos de sus cualidades morales que de la incompetencia de sus superiores.
Es grotesco.
Por otro lado, los principales encartados tienen precedentes penales. Del Campo, por empezar, pero también su pareja, la abogada Griselda Gordillo, empleada de la Fiscalía de Estado, y Gastón Darío “Canario” Agulles, de profesión “prestamista”, que en 2016 fue imputado junto a otros sujetos por atacar a un hombre en el boliche “Veer”.
Agulles estaba bien vinculado. Junto a él fue imputado Néstor “Pela” López Rodríguez, hermano mayor del por entonces secretario de Vivienda Dante López Rodríguez, actual diputado nacional, y del diputado provincial Armando.
Casualmente, “Pela” giraba por esas épocas como “empresario de la construcción”.n