Uno de los conceptos más repetidos por la narrativa política que sostiene el gobierno de Javier Milei es la “batalla cultural”. En resumidas cuentas, la batalla cultural es, en palabras del presidente, la disputa ideológica contra los ideales de izquierda que, aparentemente, estarían impregnados en Argentina desde que el país “abandonó” las ideas del capitalismo para “abrazar el colectivismo social”. Con este objetivo en mente, el Gobierno fue forjando sistemáticamente a sus propios rivales políticos; sin personalizar, puede observarse cómo los sectores atacados discursivamente —y en algunos casos afectados por el ajuste u otras decisiones— quedan alineados (a veces de modo forzado) con esos ideales: militancias de izquierda, manifestantes, pueblos originarios, personas con discapacidad, integrantes de la comunidad LGBT+ y, por supuesto, el kirchnerismo. Todos estos sectores —en mayor o menor medida— se han visto englobados en categorías despectivas difundidas por simpatizantes del oficialismo en redes y actos, como parte del marco de “las ideas de la libertad”.
En este contexto, La Libertad Avanza parece haber encontrado un lema de campaña funcional a sus aspiraciones: “Kirchnerismo, nunca más”. La consigna opera como bandera de disputa contra su principal adversario, pero también contra la memoria del terrorismo de Estado y las denuncias sobre los crímenes de la última dictadura cívico-militar. Así, el oficialismo, por un lado, configura un enemigo político ideal y, por otro, instala una alegoría en la que ese rival debe ser derrotado y, simbólicamente, erradicado.
Esto remite de inmediato a Umberto Eco en Construir al enemigo (2011). Eco observa que las comunidades tienden a sostenerse en la identificación de un “otro” cuya mera diferencia se percibe como amenaza. Y advierte: “Cuando el enemigo no existe, es preciso construirlo”. La función del enemigo, dice, no solo consolida identidades, también provee el obstáculo con el que medimos nuestros valores.
La estrategia política de Javier Milei, entonces, no es más que llevar a un extremo este postulado. El enemigo aparece como aquel que destruyó la nación; se constituye como un ser demonizado al cual exterminar. Esta estrategia no es nueva en el campo político. De hecho, es ampliamente utilizada por los aparatos políticos de la derecha. Sin irnos muy lejos de las influencias del presidente, el propio Donald Trump utilizó una estrategia similar en su campaña política, fundada sobre la idea de la xenofobia.
Sobre esto, Eco también hizo referencia en su obra: “Los enemigos son distintos de nosotros y siguen costumbres que no son las nuestras”. En este sentido, el enemigo estadounidense, bajo la lógica de Trump, es por excelencia el extranjero. Aquel que invade las tierras locales y derruye la cultura norteamericana a su paso. “Make America Great Again” fue el eslogan de campaña oficial del trumpismo; y ese Estados Unidos esplendoroso parece ser imposible de alcanzar con el enemigo en el propio territorio. De allí las incesantes campañas de deportación.
El dispositivo se amplifica en redes. El periodista argentino Juan Ruocco documentó cómo la derecha estadounidense explotó los memes como propaganda política en su libro ¿Democracia en peligro? (2023). Un caso paradigmático fue la apropiación de “Pepe the Frog” (Pepe el sapo) —pese al rechazo del autor del personaje— como símbolo identitario de la alt-right. El personaje inundó las redes como una representación física (vestido de manera idéntica al mandatario estadounidense) y simbólica de las políticas trumpistas. Un caso paradigmático es la viñeta en la que Pepe aparece con una gorra que tiene las siglas ‘MAGA’ y se burla de dos migrantes mexicanos que no pueden cruzar la frontera estadounidense. Así se puede observar cómo la circulación viral de los memes funciona como un mecanismo de simplificación del odio y, a la vez, de disciplinamiento interno, encubierto en clave de “humor”.
Al contrario de esto, en La Libertad Avanza, el enemigo no parece ser externo, salvo las constantes alusiones a la “Agenda woke”, de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Sin embargo, sí aparece el hostigamiento en redes por parte de los trolls de internet como una estrategia política similar. Concretamente, las redes se han inundado de memes ofensivos que buscan amplificar y ridiculizar la imagen de este enemigo, e incluso el ‘doxeo’ (esto es revelar información sensible de una persona a través de internet) se volvió el accionar ideal de castigo y represión de la mazorca libertaria digital.
Eco también subraya que, al construir al enemigo, suele instalársele una marca de “insalubridad” o “contaminación”. En clave local, vale recordar la difusión desde cuentas oficiales del video con IA del supuesto virus “KU-K 12”, que mostraba a figuras del kirchnerismo como zombis: un recurso de deshumanización que refuerza la lógica del contagio moral.
Siguiendo con esto, el propio Milei y funcionarios afines como “Toto” Caputo se han referido a la oposición con el insulto de “parásitos mentales”. Esta idea es tomada de un libro homónimo de Axel Kaiser –figura relevante de la derecha chilena y miembro de la Fundación Faro, aliada al oficialismo. En dicha “obra”, Kaiser describe a aquellos cuyas mentes, según su visión, han sido colonizadas por ideologías que los privan de la razón y que los impulsan a defender el estatismo y el colectivismo. En palabras del presidente, en su discurso en la Fundación Faro: “Estos parásitos mentales les toman la cabeza y los convierten en zombis, los convierten en una secta. Eso es la secta kuka. No importa el dato que presentes, dicen que estás mintiendo”.
Las consecuencias están a la vista: los discursos de odio se expanden en plataformas y los incidentes violentos ganan centralidad mediática. Un ejemplo reciente fue el ataque a la caravana presidencial en Lomas de Zamora, que el Gobierno atribuyó de inmediato al kirchnerismo, intensificando la polarización. Hubo también episodios tensos en otras provincias vinculados a referentes oficialistas.
Mientras el odio sigue circulando en el aparato político, cabe preguntarse si una nación puede consolidarse a partir de la fabricación incesante de enemigos internos; si lo que la Argentina necesita es perseverar en discursos que convierten opositores en amenazas existenciales, en lugar de procesar los conflictos —inevitables, como admite Eco— con instituciones y lenguajes que no nos empujen una y otra vez a la fractura.