Formalidades al margen, los radicales podrán a partir de este accidentado 2023 devolverle gentilezas a los peronistas por el irónico reproche con el que los atormentan desde 1989: la salida anticipada del poder por implosión política.
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Formalidades al margen, los radicales podrán a partir de este accidentado 2023 devolverle gentilezas a los peronistas por el irónico reproche con el que los atormentan desde 1989: la salida anticipada del poder por implosión política.
Raúl Alfonsín entregó la Presidencia ocho meses antes a Carlos Menem, jaqueado por la hiperinflación; Fernando de la Rúa se fue dos años antes de concluir su mandato eyectado por el estallido de la crisis de 2001, en el helicóptero que condensó, con las revueltas y más de una veintena de muertos, su fracaso.
Por supuesto los peronistas podrán responder que con catástrofe y todo al menos consiguieron empinar una candidatura competitiva y entrar al balotaje con Sergio Massa, pero de todos modos a la renuncia de Alberto Fernández solo le falta la firma. Massa es, para bien y para mal, ministro de Economía, candidato y presidente “de facto”, por abandono del presidente “de jure”. De ahí que no proceda la ley de acefalía.
El gravoso legado de Macri, la pandemia, la guerra y la sequía conforman la base del repertorio de justificaciones de Fernández. Repertorio público, al que en privado añade la guerra que le hizo el kirchnerismo para esmerilarle la autoridad con que Cristina Kirchner lo había imbuido en 2019 al designarlo candidato a presidente por decisión unilateral.
La renuncia a afirmarse como una referencia de poder en el complejo ecosistema peronista explica mejor que cualquier otro factor la insignificancia que signa el ocaso de Fernández.
El Frente de Todos que se conformó para ganarle a Mauricio Macri y Cambiemos en 2019 fue antes que nada la admisión por parte del kirchnerismo de que no estaba en condiciones de librar la batalla electoral con posibilidades de éxito si no procuraba ampliar su base política. Era la porción más importante de la alianza sin dudas, sobre todo por su enorme gravitación en el Conurbano bonaerense, pero que Cristina decidiera absolver a dos críticos feroces como Fernández y Massa para sumarlos marca la conciencia que tenía de sus limitaciones.
En términos de profesionalismo político, CFK hizo lo que tenía que hacer para sostenerse en escena. Lo mismo hizo Massa, que para meterse en el Frente de Todos y mantenerse expectante en su proyecto presidencial rompió con el incipiente Consenso Federal y agarró el enclave de la Cámara de Diputados.
Sin anclaje territorial ni influencia sobre porciones significativas del electorado, Fernández empezaba como el eslabón más débil del acuerdo, pero tal condición se compensaba con las inmensas posibilidades que le ofrecía el ejercicio de la Presidencia. Es extraño que al evaluar su posición no haya considerado el precedente de su admirado Néstor Kirchner, quien accedió a la Presidencia apadrinado por Eduardo Duhalde y después de haber sido derrotado en primera vuelta por Carlos Menem, quien le negó la posibilidad de legitimarse en un balotaje. El ejemplo de Kirchner y su construcción desde la Presidencia incluye un detalle que suele olvidarse: se consagró en un proceso donde no se eligieron legisladores nacionales junto con el Presidente. Esto es: ni siquiera colocó un esquema parlamentario articulado en torno a su figura en el momento de ir a elecciones.
Fernández tuvo múltiples oportunidades de robustecerse ante Cristina y sus acólitos. La mayoría de los gobernadores peronistas le dieron su respaldo desde el principio y su figura obtuvo en el inicio de la pandemia un consenso que superó todas las marcas históricas. También, con la colaboración de Massa en la Cámara baja y los gobernadores en el Senado, sacó el acuerdo por la renegociación de la deuda con el FMI en contra del kirchnerismo y con el respaldo de la oposición. ¿Qué hubieran hecho Alfonsín, Menem, los Kirchner y hasta el propio Macri con semejantes insumos?
Poder vicario no es poder, y Fernández no supo, no quiso o no pudo dejar de ser instrumento de voluntades ajenas.
Su defección frente a la posibilidad de empoderarse fue prefigurando este fenómeno que impregna toda la escena argentina: un país que desde hace seis meses carece de Presidente. Un De la Rúa "sui géneris".