Las estadísticas son, en buena medida, el espejo donde un país se mira para reconocerse o, también, según parece, para engañarse. El jueves el INDEC difundió cifras que muestran una abrupta caída de la pobreza en Argentina, lo que en teoría debería ser celebrado. Sin embargo, los propios datos oficiales generan dudas y ninguna certeza y, lejos de despejar interrogantes, profundizan la sensación de que los números no reflejan la realidad que vive a diario la mayoría de los hogares.
Las críticas no provienen únicamente de economistas independientes o consultoras privadas, que suelen ser descalificadas por el oficialismo como voces “interesadas”. El cuestionamiento llega desde dentro del propio organismo estadístico y, sobre todo, de una institución de larga y respetada trayectoria como el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA). Con claridad técnica, aunque comprensible para cualquier ciudadano común, el Observatorio advirtió que “la caída de la pobreza se encuentra sobrerrepresentada”. La explicación no se refugia en tecnicismos sino en un hecho concreto: la medición se realiza todavía con canastas básicas elaboradas en 2004-2005, nunca actualizadas con la información de consumo de hoy en día. En un escenario de fuerte recomposición de tarifas y precios regulados, esa desactualización distorsiona de manera evidente la fotografía social.
Lejos de despejar interrogantes, los números del INDEC profundizan la sensación de que los datos no reflejan la realidad que vive a diario la mayoría de los hogares. Lejos de despejar interrogantes, los números del INDEC profundizan la sensación de que los datos no reflejan la realidad que vive a diario la mayoría de los hogares.
A la misma conclusión arriban técnicos del propio INDEC, que saben mejor que nadie que las estadísticas se sostienen sobre supuestos metodológicos. Si esos supuestos no se ajustan a la realidad actual, el resultado no puede ser representativo.
En términos llanos, la canasta básica subestima el costo real de vida actual, especialmente en rubros sensibles, haciendo que menos personas se consideren oficialmente pobres o indigentes de lo que realmente son.
Pero la inconsistencia no se agota allí. Según las cifras oficiales, tanto trabajadores registrados como informales vienen “ganándole ampliamente” a la inflación. El ejemplo más llamativo es el de los asalariados no registrados, que, sin acceso a paritarias ni capacidad de negociación, habrían obtenido aumentos del 57,9% en apenas siete meses de 2025, frente a una inflación acumulada del 19,5%. Lo mismo se había dicho en 2024, cuando se registró —siempre según el INDEC— una suba del 196% en esos ingresos contra una inflación del 117%. Resulta difícil de creer que quienes están en situación de total vulnerabilidad, sin convenios ni gremios que los respalden, sean los grandes ganadores de la pulseada contra la inflación.
La explicación es sencilla: los ingresos informales son los más difíciles de medir, precisamente porque se mueven en la ilegalidad. La estimación estadística siempre fue frágil, pero ahora parece distorsionada a propósito para reforzar un relato de mejora social que contrasta con la experiencia cotidiana.
Por todo esto, los datos de pobreza e indigencia difundidos por el INDEC no pueden aceptarse como una fotografía fiel del presente argentino. La utilización de canastas básicas obsoletas, junto con el manejo poco creíble de los ingresos informales, terminan ofreciendo un cuadro demasiado optimista frente a lo que cualquier asalariado reconoce en su vida diaria: la mayoría sigue sin llegar a fin de mes, recurriendo a la deuda para cubrir gastos corrientes y ajustando cada vez más su nivel de consumo.
Mientras no se reforme la base metodológica de las canastas y no se logre una medición de ingresos informales que goce de mayor credibilidad técnica y respaldo, las estadísticas oficiales de pobreza seguirán siendo puestas en tela de juicio, limitando la capacidad del país para diagnosticar y abordar su verdadera crisis social.