El viento de la historia no se detiene en un acta: ¿somos independientes o apenas renovamos nuestras cadenas?
Por Lic. Ezequiel Omar Sosa
Etimológicamente, la palabra “independencia” proviene del latín in- (negación) y dependere (colgar de, estar sujeto a). Es decir, literalmente, significa “no estar colgado de”, “no depender de”. Pero, ¿qué implica dejar de depender? ¿Se trata simplemente de romper una cadena visible o también de desatar aquellas ataduras invisibles que nos sujetan simbólicamente al poder, a la cultura impuesta, al modo de vernos y pensarnos como sociedades?
Desde un punto de vista formal, la independencia se define como la situación o condición de un pueblo, una nación o una región que ha dejado de estar sometido a la autoridad de otra. Es una categoría jurídica, política, con peso en el derecho internacional y con efectos tangibles en las relaciones entre los Estados. Pero esa es, apenas, la epidermis del asunto.
La independencia, en su verdadera dimensión, es un estado de ebullición filosófica. ¿Para qué sirve la independencia? ¿Cómo se logra? ¿Quién la logra? ¿Qué se hace con ella una vez alcanzada? ¿Es posible ser independiente en un mundo de interdependencias? ¿No será que la independencia es, más que una conquista definitiva, un horizonte en tensión, siempre en construcción, siempre en disputa?
Decir “independencia” es decir “ruptura”, pero también es decir “propuesta”. No se trata de un acontecimiento cerrado, sellado en una fecha y un acta, sino de un proceso histórico complejo, tejido con convicciones, esperanzas, modelos de sociedad posibles y deseables. La independencia no es una decisión que un día se firma y al siguiente se ejerce: es una praxis sostenida en el tiempo, con costos, con sacrificios, con cuerpos que luchan, con almas que se quiebran, con afectos que se desgarran.
No es azaroso entonces pensar en la independencia como un proyecto que involucra el alma de una comunidad. Porque separarse, emanciparse, dejar de “colgar de”, implica también soltar vínculos, afectos, modos de vida, sistemas de pensamiento y percepciones construidas mediáticamente. Como señala Raúl Fradkin, la independencia supuso un “quiebre mental” tan profundo como el político: pensar la posibilidad de no ser colonia cuando se había aprendido a serlo.
Y aquí es donde las enseñanzas de la Escuela de los Annales resultan clave. La independencia no puede reducirse a su tiempo corto —las batallas, las firmas, los congresos— sino que debe leerse también en los tiempos medios y largos: la construcción de una cultura política autónoma, la consolidación de un imaginario nacional, el lento proceso de redefinir quiénes somos y quiénes queremos ser. Porque la verdadera independencia no es solamente lo que se hizo, sino lo que nos constituye culturalmente, aún hoy.
La historiografía reciente ha insistido en ampliar las miradas sobre este proceso. Gabriel Di Meglio, por ejemplo, nos recuerda que la independencia no fue únicamente un movimiento de élites ilustradas ni un proyecto uniforme. Fue una experiencia popular, múltiple, controversial y conflictiva. El pueblo, los sectores subalternos, los grupos marginados, también “hicieron” la independencia. Fabio Wasserman, en sintonía, desmonta la idea de una independencia lineal y homogénea, y pone en evidencia las tensiones, las contradicciones, los debates internos de un tiempo que no estaba predeterminado a ser lo que hoy celebramos.
Y es necesario, entonces, repensar el panteón. Porque la independencia no fue solo obra de los próceres de bronce o mármol. Fue construida por mujeres que cosieron banderas y también levantaron armas; por afrodescendientes que pelearon en los ejércitos libertadores y luego fueron sumidos por el largo letargo institucional; por pueblos originarios que combatieron con sus propias razones e intereses; por jóvenes que entregaron la vida y personas mayores que aportaron saberes y liderazgos comunitarios. La independencia fue —y debe seguir siendo— un proyecto colectivo.
Ese proyecto no puede quedar fijado en la postal. Independiente no es solo quien se libera del otro, sino quien sostiene el compromiso de no volver a depender. Por eso la independencia no puede entenderse como un fin, sino como una praxis continua. Como un acto sostenido de emancipación que se renueva en cada generación, en cada lucha por justicia, en cada gesto de autodeterminación, por pequeño que sea. Pues como decía Eduardo Galeano: “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo".
La independencia nos exige no solo celebrar lo conquistado, sino preguntarnos una y otra vez: ¿qué dependencias siguen vigentes? ¿De qué queremos emanciparnos hoy? ¿Cuáles son las nuevas formas de sujeción, de colonización, de sometimiento? Y, sobre todo, ¿cómo construir un proyecto que sea de todos y todas, que no quede en manos de unos pocos que hablen por el conjunto? ¿Podemos hablar de soberanía si nuestras decisiones están condicionadas por intereses ajenos al bien común? ¿Se puede ser libre con el estómago vacío o con el alma silenciada? ¿La independencia nos pertenece o apenas la representamos simbólicamente en actos escolares?
Independencia, entonces, no es simplemente un hecho del pasado. Es una categoría viva, crítica, que debe movilizarnos. Es teoría, pero también práctica. Es memoria, pero también futuro. Es, en última instancia, el ejercicio permanente de dejar de depender, no solo en lo económico o lo político, sino también en lo simbólico, en lo cultural, en lo afectivo.
Y ese ejercicio es necesariamente colectivo. Porque ninguna emancipación es posible en soledad. Porque, como nos enseñó la historia, la independencia no se hereda: se conquista, se sostiene, se reinventa día a día. La independencia no se conmemora solo con actos, sino con actos de conciencia. Pregunto estimado/a lector: ¿Qué hacemos cotidianamente para sostener nuestra independencia?