El asesinato de Luis Alberto Ibáñez, un hombre de 61 años al que en la madrugada del 30 de julio ultimaron a palos en el barrio Parque América, reúne características que marcan el deterioro social catamarqueño y la peligrosidad que incuba. Está lo insignificante del botín que lograron los asesinos: una garrafa, una plancha, algo de ropa y unos cuantos pesos. Por tan magra cosecha, tres muchachos que no pasan los 21 años, Diego Navarro, Diego Contreras y Luis Chumbita, enfrentan ahora cargos por “homicidio criminis causa”. Obsérvese la foto de los reos que ilustra esta columna: para determinar que son mayores de edad es imprescindible constatarles los datos en el documento, del que uno de ellos, por otro lado y como ratificando su marginalidad, carecía. A la vida segada de Ibáñez hay que añadirle las vidas arruinadas de estos tres chicos que no han salido de la adolescencia. Cada uno hará sus apreciaciones y establecerá conforme a ellas qué es más grave. Pero hay una cuenta general que no podría ser más lamentable: cuatro vidas por una garrafa. La del pobre Ibáñez asesinado, por un lado; las de los tres ladronzuelos que lo mataron para hacerse de unas chirolas, por el otro.
Una tragedia, podría decirse. Pero no. Acá las condiciones para que ocurran hechos como el asesinato de Ibáñez se vienen macerando desde hace años, a despecho de las buenas conciencias que fluctúan entre el fomento de la “mano dura” contra los delincuentes y el llamado garantismo. El Ancasti podrá ser acusado de monotemático por insistir con el flagelo de las drogas y sus tenebrosas derivaciones, pero qué va’cer: no se advierte decisión política para complementar el abordaje del problema por flancos diferentes a la represión del narcotráfico, cuya insuficiencia para frenar el avance del fenómeno salta a la vista. Ya se verá qué dicen las pericias acerca de los imputados por el crimen concreto de Ibáñez. Hasta tanto, más allá del expediente judicial, no es impertinente señalar que el alto costo en vidas pagado por una garrafa tiene su correlato en la violencia cada vez mayor que condimenta raterías. Este año, sin ir más lejos, un hombre fue asesinado a tiros por la espalda para robarle un celular y un muchacho de la misma edad que los ahora detenidos fue asesinado por integrantes de una familia que le achacaban intención de robo, en un linchamiento liso y llano. La disposición a matar por magros botines de malandrines cada vez más jóvenes y la justicia por mano propia: consecuencias extremas del mismo fenómeno de disgregación social en un combo que incluye la violencia de género y las depravaciones sexuales como pan de cada día.
La atribución de culpas colectiva suele ser una coartada: si todos son culpables, nadie lo es, y el resultado es que nadie se hace cargo. Sin embargo, dado el oscuro cariz que desde hace tiempo vienen tomando los acontecimientos en Catamarca, en lo que se refiere a la seguridad y el incremento de la marginalidad, acaso no sea ocioso plantearse en qué punto una sociedad deja de ser responsable de lo que le pasa. Porque acá se protesta y se toman las calles por todo, menos por políticas para frenar el crecimiento de la exclusión y la expansión de letales códigos de la marginalidad en los que víctimas y victimarios se confunden.