Es muy probable que Victoria Villarruel, candidata a vicepresidenta de Javier Milei, haya calculado la enérgica reacción que produciría entre las organizaciones vinculadas a la defensa de los derechos humanos el acto de reivindicación de las víctimas de las organizaciones guerrilleras que realizó en el Salón Dorado de la Legislatura porteña. Hasta antes de que las PASO expusieran la magnitud de la ola Milei, un hecho político de esta naturaleza era inimaginable. Su impacto electoral ahora es incierto, pero conviene no subestimar el olfato libertario: al margen de las dudas sobre la estabilidad emocional del líder, el espacio ha demostrado una gran inteligencia para capitalizar la bronca de gran parte de la sociedad que, inmersa en un prolongado ciclo de pauperización, se siente desde hace rato totalmente extraña a las discusiones que sus autoproclamados representantes protagonizan. La doble exclusión, material y simbólica, provocó una depresión colectiva que Milei logra revertir con provocaciones y ataques en los que no se priva de nada: política de derechos humanos, feminismo, ambientalismo… todo puede convertirse en blanco de sus diatribas.
Antes que indignarse, quizás sea más productivo tratar de comprender por qué su prédica tiene tanto éxito. En la enajenación de la agenda política tal vez se encuentre una clave.
La insistente manipulación facciosa de numerosas banderas acabó por degradarlas y banalizarlas, en un proceso al que no fueron ajenos abusos y evidentes privilegios.
¿Qué efecto tuvieron sobre la visión colectiva de la política de derechos humanos, por ejemplo, los saqueos de Sergio Schoklender con “Sueños Compartidos” al amparo de una organización tan prestigiosa como Madres de Plaza de Mayo?
Podrá parecer que el interrogante propone justificar lo de Villarruel, pero hay que tratar de sortear la rigidez de las categorías establecidas. Preguntarse cómo puede digerir el envilecimiento de causas nobles para provecho de particulares, un sujeto que experimenta la sostenida erosión de sus condiciones de vida. ¿En qué punto pasa de sentirse decepcionado, o ignorado, a agredido?
El manoseo llevó algunas banderas a extremos muy altos y ahora el péndulo parece retornar con fuerza, no al centro, sino al otro extremo.
Mientras la sociedad se pauperizaba, hay asuntos que adquirieron en la agenda una presencia desproporcionada, fuera de escala. Esta desmesura, independientemente de cualquier sincera convicción, fue muy funcional para ocultar la proyección de problemas mucho más graves.
Las más que atendibles luchas del feminismo, por ejemplo, con logros significativos como la visibilización del flagelo de la violencia de género o la legalización del aborto, abonaron el terreno para discusiones como la del lenguaje inclusivo o la gestión menstrual igualitaria, que se promocionaban y celebraban con unos entusiasmos desmedidos, como si del destino del país se jugara en ellos.
Similares conductas se indujeron en facetas de los debates sobre los pueblos originarios, la identidad de género o el ambientalismo. Tal vez tengan relevancia, pero la importancia que se le asigna a un tema es relativa y depende del contexto.
¿Qué podían importarles estas polémicas a quien perdía sus medios de vida y debía deslomarse para al menos tratar de atemperar su empobrecimiento?
La política se limitaba a explicarle que era culpa de Macri o de Cristina, lo ignoraba, le mentía sin el menor pudor, mientras gastaba energías y recursos en debates inconducentes y estériles, que por supuesto servían para que muchos se florearan, encontraran objetivos existenciales, consiguieran puestos burocráticos y armaran kioscos particulares.
Una dirigencia empecinada en discutir el sexo de los ángeles, ombliguista, alienada de un sufrimiento cada vez más extendido, trata ahora de reconstruir la agenda extraviada.
Milei no es causa, sino consecuencia de esas desconexiones. Por eso lo votaron tantos a pesar de sus desvaríos.
El péndulo empujado por los manoseos vuelve impulsado por la rabia.