viernes 29 de marzo de 2024
MIRADA

El Rodeo de 1933: Según Luis Franco

Una mirada del laureado escritor catamarqueño sobre el turismo en la villa veraniega en 1933.

Por Redacción El Ancasti

En 1932 Luis Franco se había trasladado a Buenos Aires donde permaneció más de un año reuniendo materiales para un ensayo histórico que tituló “El General Paz y los dos Caudillajes”, publicado por la Editorial Anaconda en 1933. En ese mismo año el escritor belicho publicó en la revista Caras y Caretas, conocido semanario de la época de alcance nacional, un artículo titulado “Turismo argentino: El Rodeo”. En la primera parte de este plantea, entre otros conceptos, que en las tres décadas que habían transcurrido del siglo XX, “la ciudad ha pesado más sobre la nación. La Argentina es Buenos Aires, como el imperio romano era Roma”. Y agrega que “el país tiene que vivir hacia dentro si quiere salvarse. Buenos Aires y las ciudades que la imitan tienen que descongestionar sobre las campañas su afiebrado afán y su población parasitaria, para que el país no pierda del todo su equilibrio funcional y detenga su crecimiento. Porque algo y mucho de eso es lo que está pasando. Y quién me negará que ese ensayo de recuperación argentina es urgente y debe comenzar por un conocimiento más prolijo de todo lo nuestro. Al cumplimiento de esta primera y vastísima parte del plan, el turismo contribuirá con lo suyo.”


La pluma Luis Franco continúa plasmando sus impresiones sobre el turismo, más específicamente hablando de un viaje a El Rodeo en 1933. Leamos a Franco: “Estas bruscas consideraciones me las ha traído una vez más la charla de un viajero porteño que acaba de regresar de Catamarca o, mejor, de sus sierras. Llegado allá por motivos muy ajenos al mero esparcimiento o a la aventura exploradora, el hombre, después de una estada de dos meses, vuelve sencillamente catequizado por la montaña, y como es natural, habla de ella con entusiasmo de neófito.


Mientras desparrama un puñado de fotografías sobre la mesa me relata su incursión a El Rodeo, paraje puesto a cincuenta kilómetros de la capital de la provincia y a mil doscientos metros sobre el mar. Yo lo escucho con añoranza de cautivo, saboreando sus palabras. El camino, en su casi totalidad, es cuesta y de las bravas, y muchos la temen. Nuestro amigo la ha cruzado una vez de noche, a favor de la luna, y nos autoriza a imaginar lo que ésta hacía con los hondones y las cunas para embrujarle la vista.

A la media hora de marcha -en automóvil, se entiende- se está en El Balcón, belvedere de largo alcance; al frente, un farallón de agresivo empaque, con sus miles de cardones en ristre: el cerro de los Candelabros. El camino sigue ascendiendo para maravilla creciente del hijo de la gran llanura, donde después de doce horas de viaje puede jurarse que no se avanzó un punto, tan terriblemente inmutable es el semblante de la pampa. En efecto, aquí el viaje es una caja de sorpresas. Se sube, se baja, se toma a la derecha, se vuelve a la izquierda, se acelera la marcha, se camina después con lentitud avizora. Mientras tanto, todo va cambiando: la flora, el aire, los pájaros. El horizonte es de una veleidad incansable. Aquella quebrada, vista de unos metros más arriba, ya es otra cosa; esa cumbre, mirada de frente, tampoco es la misma que soslayamos hace un rato. El cerro, que principió por acapararnos los ojos con la generosa diversidad de sus cactos -cardón, achuma, cola de zorro, ucle, quimil, ulva- va escondiéndolos poco a poco, o mejor, empieza a relevarlos con árboles y pastos. Por El Rodeo, lugar en que el verano se queda en primavera, cruzan cinco arroyos que vienen por caminos muy distintos: uno bajo la tutela de nogales salvajes, otro enumerando las bellezas de sus pinos, éste saltando los riscos con esbeltas cascadas, aquél escondiéndose a ratos entre helechos arborescentes casi tan altos como muchachas: al son que se alejan de sus altas soledades nativas, pierden su hurañía de cabreros, se buscan, se acollaran al fin - río del Valle - y llegan a la ciudad lejana.


Desde plena cumbre, que es puerta abierta de par en par, el ojo gobierna a la redonda leguas de paisajes. Hacia el lado del alba, una cumbre brilla entre las otras como reja dearado entre los terrones del surco: el nevado de Clavillo. Hacia abajo, en la honda distancia, cabrillean en la noche las luces de la ciudad. Hacia el poniente un cerro, peaña del Ambato, al que ya bajan los cóndores.
Y el hijo de Buenos Aires, criado entre los cubos municipales, entre el mecanismo machacón y el aire anémico de la potente ciudad del puerto y que de la pampa apenas conoce lo que se mira desde las ventanillas de los rápidos, me habla del Ambato como de un dios, entre el elogio numeroso de la vida montañesa. Y cuenta de la callada cordialidad de las piedras; de las hierbas, tan amigas de la salud, con sus sabias fragancias; de un nogal cimarrón que echa ciento cincuenta metros cuadrados de sombra; de una cascada que salta a ochenta pies de hondura; de los puestos de cabras, con su poesía de leche y almizcle como en Jacob y Bión; de los cabritos al asador, sabrosos aún en el recuerdo; del agua, transparente como el aire, que forman baños dignos de las más puras Evas; de ese aire que tiene la sensibilidad vibrante de las más finas cuerdas, tan intensamente vivo y vivificador, rey de los tónicos; del zorzal que pulsa su alma de pájaro en el trino; de la euforia y las agudas peripecias de una correría de altura a la zaga del venado, del jabalí y aun del cóndor, que no es sólo un ave de mitología o un lugar común de la retórica, sino también un salteador, calvo como su cumbre casera, en guerra de todos los días con pastores y criadores.”


Creímos importante compartir la prosa que, al mismo tiempo es poesía, de Luis Leopoldo Franco, referida a un tema que fue y sigue siendo significativo para nuestra economía provincial. Sin duda, en ese momento del pasado siglo XX, el turismo se perfilaba como una actividad con futuro, ya que en esa misma línea, más de un lustro después, en 1939, hace 80 años, otro intelectual catamarqueño, Gaspar Horacio Guzmán, afirmaba que “aunque todos los empeños por mejorar nuestra economía fracasaran, sea por mala administración de los recursos, sea por falta de solidaridad en los esfuerzos, o porque nuestra provincia no está en condiciones salir de pobre, cosa que no creemos, el turismo bien explotado, organizado y dirigido, sería por sí solo, fuente económica y cultural suficiente para mover el enorme bloque de la inercia catamarqueña. Es hora oportunísima para intentarlo”.

Texto: Colaboración de Marcelo Gershani Oviedo
 

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