David casi no pudo pegar un ojo en toda la noche, ese día iba a ser demasiado importante como para que la ansiedad y los nervios no le quitaran el sueño. Se levantó, como todos los sábados, a las ocho de la mañana, pero esta vez sintiendo que le pesaba todo el cuerpo y la angustia le estrujaba el estómago. La Bove, siempre puntual –como toda bove que se precie de tal a la hora de darle de comer a un nieto– ya le tenía listo el desayuno.
-Cómo que no tenés hambre, cómo que no vas a comer, ¿estás mishíguene? Hoy tenés que estar más fuerte que nunca.
-Sí, Bove, pero esta vez creo que los nervios pueden más que yo.
-Qué nervios ni nervios: usté poide. Además, el Zeide lo va a estar mirando desde allá arriba.
El último partido del campeonato enfrentando a Nueva Chicago se había convertido en la esperada y a la vez temida final por el ascenso, el Torito de Mataderos era puntero, les llevaba un punto de ventaja y, para colmo de males, jugaba de local; los bohemios, que desde hacía varios años venían soñando con un campeonato, sentían que no tenían alternativas: había que ganar o ganar.
El día había amanecido tristemente gris, con un viento despiadado que venía amontonando nubes desde el sur; tal vez por eso le pareció que la mañana tenía un tinte lúgubre y transcurría más lenta que de costumbre, desesperadamente lenta. El almuerzo se convirtió en el segundo martirio del día; sabía que tenía que comer, pero cada bocado que pasaba por su garganta requería de un esfuerzo descomunal.
En esa época las concentraciones todavía no se habían puesto de moda, cada uno se preparaba en su casa y llegaba como podía al estadio, de tal suerte que su padre, luego de almorzar, tendría que llevarlo a la cancha –como todos los sábados– en el baqueteado Falcon de la familia. Desde la puerta de la casa la Bove, secándose las manos en el delantal, le gritó: “¡usté poide!” cuando ya el automóvil iniciaba su parsimoniosa marcha hacia la cancha y sus palabras, entre la convicción y el deseo, quedaron como flotando en el aire.
Don Simón Moguilevsky había vivido siempre en Villa Crespo, y para él no existía otro club que su amado Atlanta; cuando David cumplió seis años lo llevó a la escuelita de fútbol del Bohemio y le dijo al encargado de enseñarle a los chiquilines los rudimentos de ese deporte que tenía que entrenarlo bien porque su hijo iba a ser un crack. Que es lo que suelen decir la mayoría de los padres en esas circunstancias; algunos por esperanza, otros por deseo y los menos por certidumbre. Pero Simón –que era de estos últimos– no se equivocó; con diecisiete años David había debutado en la primera, y esa temporada –con solo diecinueve– era el goleador del club: Atlanta y él soñaban con el ascenso.
El día tan ansiado había llegado, pero David, –que siempre había sido feliz dentro de la cancha– no se sentía en condiciones de vivirlo con alegría; había algo que lo tenía preocupado y fastidioso: el gol, su mayor atributo, se le había vuelto esquivo. Hacía tres semanas que no podía embocarla: porque los tiros libres se iban lejos del arco, los travesaños devolvían los penales tirados al ángulo o los arqueros adivinaban el rumbo de sus disparos; y ese sábado el equipo necesitaba más que nunca de sus goles. Bastaba con hacer uno y aguantar la mínima diferencia para poder alzar la copa y alcanzar la gloria. Esa gloria que tuvo el club cuando estaban el “Loco” Gatti, los hermanos Griguol y Luis Artime “el Artillero”. Y sí, hace tiempo que venía fantaseando con ser el nuevo Artime, pero para eso había que hacer muchos goles…
El partido empezó duro, áspero. Antes de los quince minutos ya lo habían bajado dos veces al pasar la mitad de la cancha (como para advertirle que no iba a ser fácil llegar al área de Nueva Chicago). En el primer tiempo puso todas sus ganas lidiando con la frustración de ver que, a pesar de correr como un loco picando, desbordando y luchando para que le llegara un pase, casi no la tocó. Cuando llegó el descanso se consoló pensando que todavía faltaban cuarenta y cinco minutos y el partido seguía cero a cero.
El técnico –un excéntrico que con el tiempo llegaría a ser DT de Boca– en el entretiempo los arengó con palabras muy fuertes, casi en el límite del maltrato; y David agachó la cabeza sintiendo que el grueso de las críticas estaban dirigido a él. Al reparar en su actitud sus compañeros le dieron ánimos y le dijeron que tuviera confianza, que no desesperara, que el gol ya iba a llegar. Sin embargo, sus nervios y su pesimismo iban en aumento, miró el cielo que cada vez se ponía más oscuro y hasta deseó que la breve llovizna que había caído en el entretiempo, se transformara en una salvadora lluvia torrencial que obligara a la suspensión del encuentro.
El segundo tiempo se desarrollaba como el primero –mucha garra, mucho nervio, mucha transpiración y pocos resultados–, a los quince minutos consiguió desmarcarse, recibió un centro cruzado a espaldas del marcador, la paró con el pecho, la acomodó para la zurda y el disparo se estrelló contra el palo izquierdo del arquero rival. Atlanta atacaba con los once de la cancha y los cinco mil de la tribuna. A los cuarenta pasados, una pared con el siete lo dejó solo frente a un arquero casi vencido, pero el mismo palo izquierdo le devolvió un bombazo que fue a perderse por un lateral.
Su padre se desgañitaba colgado del alambrado como queriendo corregir la dirección de cada pelota esquiva, tratando de torcer no sólo la trayectoria del balón sino también el destino. El tiempo se iba, y la ilusión con él; a los cuarenta y cinco, el árbitro marcó dos minutos de descuento. Era demasiado poco tiempo para intentar algo con los once de Nueva Chicago metidos en su campo defendiendo a muerte el cero a cero. Cuando faltaban quince segundos la agarró en la medialuna y encaró con las últimas fuerzas que le quedaban, con un caño desairó al ocho que salió a marcarlo y el cuatro lo cruzó desparramándolo en el área chica. Penal. Una multitud de protestas, empujones, gritos, dos tarjetas rojas y el aviso del réferi que se pateaba y el partido terminaba.
Miró a sus compañeros como implorando que alguien se ofreciera a aliviarle el suplicio, pero todos lo miraban esperando que se decidiera a hacerse cargo de la responsabilidad y, por qué no, de la victoria (al fin y al cabo, la falta se la habían cometido a él); dos o tres lo palmearon y lo alentaron por lo bajo: vos podés. Miró al cielo cada vez más negro y puso la pelota con aparente displicencia, pero con unos nervios colosales, sobre la marca de cal. Decidió que la tiraría contra el mismo maldito palo que ya le había negado dos veces el gol. Tomó una corta carrera, cerró los ojos y pateó con toda su furia aún sabiendo que el arquero se estiraba contra ese palo. No los había abierto cuando sintió el griterío de la gente, tampoco quería abrirlos por miedo a que la algarabía fuera de la hinchada de Nueva Chicago. Paradójicamente, cuando todos lo abrazaban, sintió que el resultado no era lo más importante, que lo realmente trascendente era la voz de la Bove diciéndole: usté poide, y la mirada orgullosa del Zeide que lo alentaba desde allá arriba…
Del Idish:
Bove: Abuela
Zeide: Abuelo
Mishíguene: Loco
José Zolla Luque, nació en San Fernando del Valle de Catamarca en 1952. Arquitecto, egresado de la FAUD de la Universidad Católica de Córdoba en 1979. Publicó su primer libro de cuentos “RELATOS HETERODOXOS/géneos” en 2016. Desde 2015 ha sido incluido en varias antologías del NOA. El cuento que aquí se publica pertenece al libro inédito Miraflores: 18 kilómetros al sur.