Rodrigo L. Ovejero
Rodrigo L. Ovejero
Muchos años después, frente a una panchería en la Rivadavia, Rodrigo L. Ovejero había de recordar el día en que su madre lo llevó a conocer el pancho electrónico. Valga parafrasear a García Márquez pues lo que sentí en aquella ocasión pudo tranquilamente rivalizar con el asombro que uno de los tantos Buendía experimentó al observar por primera vez un cubo de hielo.
Por ese entonces la calle de mi casa todavía era de tierra, las escaleras mecánicas una leyenda urbana y yo podía comer todos los panchos que quería. Otros tiempos. Mi sensación al leer el cartel que anunciaba “pancho electrónico” fue que Catamarca por fin se había puesto a la par de las ciudades más avanzadas del mundo, y para mejor en un asunto tan importante como los panchos. Recuerdo mis dificultades para controlar la ansiedad por saber de qué manera se había agregado el componente electrónico. Robocop, por ejemplo, también era electrónico, y era mucho mejor que un policía tradicional, por lo que esperaba que este también fuera el caso.
Pues bien, el pancho electrónico resultó una decepción, como tantas otras cosas en esta vida. El término “electrónico” se utilizaba en una acepción amplia; generosa, incluso diría. Era una salchicha cubierta por una masa de panqueque moldeada con líneas rectas que le otorgaban una apariencia futurista. Tenía un aspecto similar al de las naves espaciales de V Invasión Extarerrestre, para que me entienda la gente que ya se empezó a cuidar de la hipertensión. Todo lo que lograban con esa estética de vanguardia, por desgracia, se perdía en funcionalidad. Una comida incómoda, difícil de aderezar, todo lo contrario a la versión tradicional.
Es primera experiencia fue también la última. Jamás volví a comer un pancho electrónico -todavía se venden, ahora con un nombre menos pretencioso, más humilde: panchuque- pero esa comida conserva el honor de haber sido la primera lección de que en la vida la unión de dos cosas sensacionales puede, contra todo pronóstico, dar lugar a una decepción. Con los años esa lección se haría presente en mi vida de otras maneras, como el momento en el que Robocop vuela en su tercera película, o cuando Bon Jovi cantó en castellano por fonética, y podría enumerar muchísimos ejemplos más, pero la primera vez nunca se olvida. Hasta entonces yo no había percibido con toda claridad esa característica tan tramposa del universo, mi percepción de la vida era más lineal y sencilla y, por lo tanto, feliz.
¡Qué clase de realidad taimada puede funcionar de esa manera, tan opuesta al sentido común! Es totalmente intuitivo creer que mezclar dos cosas geniales tiene que llevarnos a un resultado afortunado, es lo más natural del mundo confiar en un procedimiento del estilo. Cada vez que veo a un chico mojar un sandwich de miga en gaseosa pienso que entiendo su manera de pensar y, todavía más, pienso que el universo debería funcionar de esa manera.