martes 3 de septiembre de 2024
Crónicas

El intendente

Enrique Traverso

Ángel Najul había venido al pueblo en una carreta tirada por bueyes desde La Rioja. Su madre había escuchado de niña de las correrías del Chacho, el general de ojos azules como el mar, que repetía tal cual le había relatado Tomasa Chumbita, hija mostrenca de uno de sus primeros sables, el coronel Chumbita.

Ángel Najul era el sexto hermano y el segundo sobreviviente a la fiebre amarilla que expulsó hacia el norte a la familia venida de El Líbano, de un conventillo para inmigrantes en Buenos Aires. Tenían como único dato que un tío, hermano de la madre, vivía criando ranas en un pantano de La Rioja. Cuando llegaron a ese límite de la costa riojana, encontraron la casa de adobe que había sido un castillo, sin el tío Ángel, que había mudado sus pertrechos a Olta, les dijeron. Y hacia allá fue la familia rumiando tristezas y mascando tierra. El turco, como lo llamaban, igual que a todos los paisanos venidos de esas tierras lejanas que estaban bajo el dominio del imperio otomano, había muerto en un pleito luego de una tabeada en la que, según los olteños, habría hecho trampa. La familia recibió por toda herencia un narguile con la manguerilla amarronada por el uso de tabaco, el documento con un sello que decía “turco”, dos cartas en árabe con la tinta fresca que parecían haber sido escritas la noche anterior, un pañuelo que llevaba bordadas sus iniciales y un trabuco o pistolón que lucía como nuevo, que fue recibido con una munición de plomo del 13. Una de las cartas decía que el tío había trocado su casa en la costa riojana por una parcela de tierra en un pueblito de Catamarca. A. Najul y los suyos llegaron a Pomán después de cuatro días y tres noches de andar pesado.

Ángel fue a la escuela y se destacó en el mini coro de la iglesia que cantaba mientras el cura con sotana negra daba las misas de espalda y la mayor parte en latín.

El muchacho desarrolló habilidades para los negocios. A los pocos años se hizo de una casa en la principal manzana de aquel caserío con viñedos y olivos. Empezó a traer mercadería para vender y puso un almacén de ramos generales; pero lo que le otorgó ganancias verdaderas fueron tres mulas que cargaba con aguardiente y cigarrillos en chala con tabaco y anís que llevaba hasta Andalgalá, y luego de la ley seca a la misma ciudad de Catamarca. Al tiempo conoció a don Vicente, el caudillo que había sido del partido conservador, pero que después abrazó el peronismo.

Una tarde, mientras preparaba las mulas para que un hijo suyo y dos peones marcharan a sus ventas, don Vicente lo convenció de que fuera candidato por Perón, que entonces había tomado prestado el sello del Partido Laborista. Y así se hizo intendente una y otra vez. Descansó un período y dirigió como quien duerme con un ojo solo a un yerno suyo de Pomán. Ángel Najul, de porte más bien pequeño (no pasaba del metro cincuenta y cinco), asumió su cuarto mandato en 1973 y cerró la oficina de la intendencia, que era un local contiguo a su casa, cuando vino el golpe militar. Al poco tiempo el local fue repintado ya no con cal sino con látex blanco y con zócalo azul y nuevamente, a pedido de los milicos, fue intendente, esta vez durante la flamante dictadura. Si bien su paso por la función pública fue anodino, amaba dar discursos antes de la navidad y regalaba a quien tuviera la paciencia de escucharlo una bolsa de harina, una de yerba, fideos, azúcar y una damajuana de vino patero elaborado con sus uvas.

Conocí a don Ángel cuando se recuperó la democracia. Yo era un cronista sin vergüenza que andaba por los pueblos haciendo notas a los intendentes y buscando historias para un pasquín que llevaba el nombre “Presencia catamarqueña”. Paré en su casa y fui invitado a la inauguración de la plaza que había sido criteriosamente alambrada en todo su perímetro para evitar la entrada de los burros. La atracción eran unos molinetes que él le había comprado a un cordobés que vendía ropa, pero al año cayeron a buscarlos. Provenían de Jesús María, de donde habían sido robados.

Pero vuelvo a la inauguración de aquel solar. Todo el pueblo estaba aquella mañana en la plaza menos los burros, que con gran inteligencia ramoneaban a orillas de las calles ignorando la plaza. Don Ángel desplegó un discurso con palabras soltadas con cadencia y elogió “al hombre que ha transformado este pueblo que ahora es un vergel de viñas y nogales y que ha sembrado el buen ejemplo, la fidelidad y los valores patrióticos esenciales”. “Ese hombre soy yo”, dijo levantando apenas el sombrero de toquilla que llevaba aquella tarde. Luego él mismo descubrió un busto, cuyo rostro era el suyo, un poco más mofletudo a decir verdad. En el yeso aparecía con una sonrisa más ancha que la propia. Hubo aplausos y un cura bendiciendo la estatua.

Caminamos despacio de vuelta a la casa. Él feliz con su semisonrisa encendida, traje beige y botas de carpincho, estirando de a ratos con los pulgares unos tiradores marrones a tono. Me pareció una suerte de Aureliano Buendía, solo que no hubo otros Ángel Najul hasta el día en que destrenzo estos recuerdos.

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