Esta mañana me serví un café, con el descuido propio de las actividades cotidianas, mis movimientos automatizados por el tedio de lo que uno ha hecho mil veces. Sin embargo, a la hora de agregarle azúcar, me enfrenté luego de muchos años al desafío en el que ya fracasara de niño y adolescente, y el resultado no varió en la adultez. Observé la cuchara, me concentré en ella, intenté alcanzar mediante mi pensamiento la mismísima estructura atómica del utensilio y fallé en el intento de doblarla con mi mente. Es por eso que robo sobrecitos de azúcar, para no caer en la tentación de emular a Uri Geller.
Hace algunas décadas yo tenía otra predisposición hacia este tipo de actividades. No sabía exactamente de qué podía servir doblar una cuchara con la mente, pero sentía que era importante intentarlo. Ese tren de pensamiento me llevaba incluso a intentar acciones más drásticas, como la levitación o la telequinesia. Con el paso de los años fui encontrando sucedáneos más o menos satisfactorios como las puertas automáticas, las cuales podía fingir que se abrían compelidas por la potencia de mi pensamiento. Pero dentro de mí la frustración de no poder desarrollar con éxito mis poderes psíquicos me impedía disfrutar por completo de estas simulaciones.
Los años pasaron y dejé de intentar doblar cucharas con la mente. Nos pasa a todos, imagino, es una carrera cuesta abajo desde que somos niños y los adultos fingen ser heridos por las pistolas que formamos con nuestro puño cerrado y el índice y el pulgar extendidos, hasta que vamos cumpliendo años y descubrimos, desolados, que nuestra mente no tiene incidencia sobre el mundo real. Algunos adultos se resisten a tolerar esta tragedia y afirman que el universo conspira a nuestro favor cuando deseamos algo, convencidos de una conexión mística con el cosmos –conexión que suele advertirse, tardíamente, en el resumen de la tarjeta de crédito-. Yo he encontrado más sensato aceptar mi incapacidad para moldear la realidad de acuerdo a mi pensamiento, aunque de vez en cuando sucumba a la tentación de doblar una cuchara. Me resulta de una lógica indiscutible que, si es posible afectar el mundo material con nuestra mente, uno empiece por cuestiones más modestas como esa, en lugar de pararse en las vías del tren y concentrar las ondas mentales en la detención de la locomotora. Sin embargo, algunas personas sostienen que el peligro es capaz de liberar nuestro potencial mental, y recomiendan lanzarse de lugares altos sin medidas de seguridad como la forma más efectiva para alcanzar la levitación. Es probable que ello tenga, también, cierta lógica, al fin y al cabo, nadie se juega la vida por doblar una cuchara, mientras que el incentivo para levitar a medida que el suelo se acerca no debe ser desdeñable. Hasta es posible que algunos suicidios hayan sido, en realidad, velados intentos de alcanzar la proeza de la levitación por parte de gente más comprometida con esa búsqueda. Nunca lo sabremos.