Siempre he sostenido, del mismo modo que sostengo otras banalidades, que nuestro tiempo en la peluquería es una prueba irrefutable de la existencia del contrato social -propuesto por el autor que deseen; yo siempre elijo a Rousseau-. El hecho de permitirle a un desconocido esgrimir objetos cortantes alegremente detrás nuestro, por espacio de más de quince minutos, indica claramente un nivel de seguridad fundado en bases sólidas. Es imposible sentarse en el sillón de una peluquería sin una confianza ciega en el estado y el imperio de la ley.
Por ese motivo, de niños nos resistimos salvajemente a ir a la peluquería, como si realmente nos estuviéramos jugando la vida y no el pelo. No es un mero capricho, es nuestro Hombre de Cromañón interior avisándonos que es una estupidez someternos a esa situación con un desconocido. Por eso nos tranquilizaban subiéndonos a un autito-sillón, para que creyéramos que podíamos escapar si las cosas se salían de control. Luego, con los años, nos cae encima nuestra obligatoria pátina de civilización y aceptamos que probablemente no vayamos a morir a manos del peluquero. Pero por algo nuestro instinto rechaza la idea al principio.
Todo esto viene al caso por cuanto, luego de años de ir a la misma peluquería, ésta se mantiene cerrada sin razones visibles, lo que me obligó a buscar otra a donde ir, cuando ya era estéticamente imposible seguir posponiendo la decisión. Y si el hombre es un animal de costumbres, una de las más arraigadas es a quien le confía su pelo. Me atrevo a decir que el hombre promedio -el que se hace el mismo corte toda la vida, o a lo sumo dos, y solo cambia de estilo cuando la escasez de cabello lo obliga- no llega a tener más de cinco o seis peluqueros durante su vida, y la mayoría de los cambios se producen por circunstancias ajenas a su voluntad. La mayoría de la gente no se pelea a muerte con su peluquero, no es una buena decisión.
Buscar una nueva peluquería, además, fue una experiencia difícil, tuve que echar mano del índice Peralta Ramos para elegir peluquero (IPRPEP), con el cual pude obtener un coeficiente entre la cercanía de la peluquería, el precio del corte y un estándar mínimo de calidad de servicio que me permitió resolver en unos días lo que de otra manera podría haber sido un incansable circuito de prueba y error. Elegir un negocio del rubro de la manera tradicional es complicado porque si el resultado no nos gusta tenemos que esperar semanas o meses para que vuelva a crecer el cabello y probar suerte en otro local. Esa contrariedad se evita mediante el IPREP.
Así que fui a un nuevo peluquero, y la experiencia no fue mala. Pero como no lo conocía, cuando le pagué, sentí que no solo le entregaba dinero por cortarme el cabello, sino también por perdonarme la vida.