Bastaría memorar el escenario que transita Telésfora, para comprender la fuerza indígena que le da origen, el espíritu que la moviliza y el lenguaje que la expresa. Y también el tiempo, pues si bien en la obra puede comprobarse la existencia de dos niveles de temporalidad: el histórico y el mítico, es necesario advertir que la totalidad de este drama es indicativa de la predominancia de la acronía. El tiempo histórico en este texto es siempre una suerte de intencionalidad ciega, negada por la presencia de figuras que -como en el caso de la escena de los velones-, sobrepasan largamente las márgenes del tiempo para dejar fuera de él la consideración de la historia, configurando el mito de la Telesita.
Pero, ¿quién es la Telesita, la Telésfora Castillo, cuyos ojos no tienen brillo y, según la leyenda, murió bailando por su amor perdido? Es, sabemos, o mejor, creemos, el tipo de campesina que hermanada con la naturaleza hostil, árida y quemante del Chaco santiagueño, se estableció de manera mágica y misteriosa, adueñándose sin proponérselo, de desoladas latitudes. El sol agobiador, los vientos destemplados, la sequía, la rispidez de la arboleda, la quietud envolvente de la noche y la tozudez impenetrable del suelo, se asocian y sirven de marco de referencia a este ser alado, cuya nota dominante en la obra es su plasticidad de movimientos y la armonía natural de su cuerpo, nacido para la danza y para su deambular incansable.
Todas las creaciones referidas al tema, tanto musicales como literarias, vinculadas a lo onírico y lo mágico, coinciden cuando se trata de definir a un personaje que se ubica entre una dura y concreta realidad y la fantasía emergente de esencia folclórica, aunque el genio creativo varíe constantemente, e interpretando la conciencia colectiva, unas veces tienda a idealizar, otras a parodiar y muchas a dar paso a lo arcano y misterioso, que aviva al mito. De la lectura de “Telésfora Castillo, destino de hacha y monte” se desprenden tres líneas que motivaron a su autor, José Horacio Monayar, a componer este drama rural distribuido en tres actos más un glosario de vocablos quichuas.
La primera motivación es recrear artísticamente el mito de la Telesita, siguiendo sus pasos a través de la acción poético dramática, género escasamente transitado para este tipo de temática. En segundo lugar, aprovechar para ello un hecho registrado periodísticamente hace unos años: la desaparición de un hachero joven, René Figueroa -Antenor en la obra-, que infructuosamente buscado a lo largo del Chaco santiagueño, apareció después de veinte días vencido, rendido, ofuscado y sobre todo confundido, al punto que los primeros en socorrerlo consideraron que se hallaba en un estado de enajenación; revisado por los médicos se descartó esta posibilidad, abriéndose las puertas a la creencia popular de haber sido afectado por la magia de la Telesita, comenzando a jugar la fantasía delirante que avivó el mito.
El tercer móvil, quizás el más importante, es poner en evidencia la permanencia admirable de una lengua aborigen, el quichua, cuyo poder es tan dominante que en la actualidad es estudiada por investigadores y filólogos, que defienden su vigencia y justifican que se hable, practique y estudie en la campiña santiagueña, en alternancia con la lengua oficial (el castellano o español). Y aún más, que también la usen las clases media y culta.
El quichua está contenido en diccionarios y gramáticas que cuentan con el respaldo de historiadores, lingüistas y sociólogos. Se trata de una lengua primitiva, indígena, que se extendió por toda la Puna Andina, dominó la mayoría de las otras lenguas aborígenes como el Lule, el Tonocoté, el Cacán y hasta las formas expresivas del imperio calchaquí, luchando por imponerse al mismo castellano en su empuje por no dejarse someter y aniquilar. Diferentes factores y atributos del quichua justifican su permanencia; entre ellos una fuerte sonoridad, la abundancia de grupos fónicos, la falta de fonemas o nexos separados de los semantemas en sí, pero presentes a través de signos pospuestos y declinaciones que son propias del latín; la abundancia de familias de palabras y frases hechas que se construyen con simples variantes y aumentan en forma considerable su significación.
En “Telésfora Castillo, destino de hacha y monte”, Monayar usó libremente, con sentido común y goce estético, alrededor de sesenta vocablos quichuas distribuidos en el contexto, lo que confiere fuerza al discurso dramático, ahondando en el espíritu, en el sentimiento y en el clima general del paisaje, en el cual los personajes vibran como protagonistas de una configuración mitopoética del mundo representado que se alimenta en el lenguaje. Entre esos vocablos quichuas figura la palabra “sónkko”, que en castellano equivale a “corazón”. Lo interesante es que de acuerdo a estudiosos y expertos, “sónkko” es un vocablo de tanta envergadura, que con él puede componerse más de trescientas palabras o frases relacionadas íntimamente con lo que significa.
Esta abundante inclusión de voces quichuas se alterna y complementa en el drama con expresiones del habla regional del Noroeste, que son de uso corriente, y entre las cuales se distinguen modismos, toponímicos, argentinismos, americanismos.
El propósito de ocuparnos de esta obra de José Horacio Monayar es establecer la pertinencia del mito de la Telesita con relación “tierra -espíritu -lenguaje”. Para ello debemos abrir el libro y detenernos en los elementos de la naturaleza: Viento, Piedra, Sol, Agua y Noche, que en líricas invocaciones configuran los caracteres de Telésfora, la correspondencia de su espíritu con el paisaje y la conformación mitopoética del mundo representado. Leamos:
VIENTO. _¡Telésfora Castillo! Vengo a entregarte un rezo como amante y amigo. Vengo a decirte cosas que nadie te las dijo. Son palabras del viento, que asustado e inquieto, huyó en un tiempo largo y aún no encuentra calma para estar en su sitio.
PIEDRA. _¡Telésfora Castillo! Soy la piedra que canta a orillas del arroyo. La desnuda piedra que te sirvió de lecho en tu morada triste, y cansó de esconderte en la tierra profunda. ¿Adónde voló tu alma de paloma viajera? ¿Dónde tu estilo frágil de cabrilla asustada? ¿Dónde tus ojos de asombro desvelados?
SOL. _Yo soy el sol ardiente que en la siesta callada calcina los caminos; y tu paso, Telésfora, de manso se hace brioso; y tu cuerpo, Telésfora, se agita sin descanso. No sé cuál es tu rumbo, no adivino tu senda, pero a todas alumbro, porque en alguna de ellas concretarás la cita. Y allí estaré yo, como el hermano bueno que abriga tu silencio.
Estos parlamentos pertenecen al primer acto y están cargados de poesía. Más adelante es Telésfora la que se define, hablándole a Antenor, el hachero: “…Venís en mi camino y se alarma hasta la agüela vieja. ¡También ellas ‘olvidaoqu’ el destino de la Telesita es la noche! ¡La noche poblada de música, que abre el pecho a cimbronazos y pone hormigas en los pies!”.
Comprobamos así una simbiosis entre el espíritu y la naturaleza, dos formas de memoración y de pertenencia que se entrecruzan entre el personaje -mito y los elementos del paisaje. Ahora debemos demostrar el valor del lenguaje en esta correspondencia. Para ello es trascendente rescatar de la pieza dramática el parlamento en boca de Telesita que aparece en la escena final, a modo de despedida, en la que la protagonista expresa a toda voz, más sentida que gritada, un canto emocionado. El parlamento es clásico ya; conocido como un saludo reverencial obligado. Está matizado con términos en castellano y en quichua que se correlacionan armónicamente. Escuchamos cómo los elementos de la naturaleza son mencionados en la lengua indígena, demostrando que su esencia mítica está asociada a sus raíces más profundas, encadenando tierra, espíritu y lenguaje.
La Telesita, su espíritu, su presencia, deambula en la creencia popular. Va y vuelve en la memoria colectiva que, infatigable, recrea sus historias, sus detalles familiares, sus desplazamientos y llegadas imprevistas. Cada versión tiene su matiz, su magia, su referencia verosímil, el encanto de su presencia alada que jamás rozó lo grotesco y que fue loada en diversas formas folclóricas; leyendas, poesías, canciones.
El mérito de “Telésfora Castillo, destino de hacha y monte” del escritor catamarqueño José Horacio Monayar reside en haber interpretado el espíritu de la protagonista y su relación con la tierra y el lenguaje a través de un género, el dramático, pocas veces frecuentado en temática mítica regional.
El valor de la obra se asienta en la recreación del mito a través de una forma original, nueva, personal. Toda voluntad de configuración mítica supone la ausencia de una interpretación racional e intelectualizada de la realidad por parte del emisor. Ajeno a los vaivenes de aquélla, el escritor Monayar luce el caudal lírico de su pluma asignándole a la pieza teatral la gracia de la interpretación de los elementos que componen su totalidad a través del camino de la mitopoesía.