La discriminación racial sigue siendo una de las causas principales de la existencia de enormes desigualdades en el mundo. Desde 1966 hay una fecha conmemorativa, el Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial que se celebra todos los 21 de marzo por iniciativa de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Esa fecha, pero de 1960, se recuerda la Matanza de Sharpeville, que tuvo como víctimas a manifestantes que protestaban por la aplicación del Apartheid a manos de la policía sudafricana.
El racismo es definido convencionalmente como una expresión irracional de intolerancia, es una ideología que supone la superioridad de un grupo étnico (generalmente “los blancos” de origen europeo) frente a los demás y justifica su explotación económica, la segregación social o la destrucción física.
En Argentina las actitudes y conductas racistas afectan particularmente a descendientes de pueblos originarios. La población negra en nuestro país, que también padece de discriminación, es muy minoritaria. No sucedía así en la época de la colonia y los primeros años de la vida nacional. Pero el mestizaje y la exterminación de muchos argentinos afrodescendientes en las guerras de la independencia y otras guerras civiles del siglo XIX, donde fueron “carne de cañón”, provocaron una disminución considerable.
El racismo se manifiesta en la vida cotidiana de manera explícita, en prácticas y discursos que contradicen el mandato constitucional de igualdad ante la ley y leyes antidiscriminatorias específicas. Expresiones como “negro de mierda” o “indio piojoso”, por citar algunas de las más comunes, son paradigmáticas de estos comportamientos segregacionistas.
Pero también adquiere formas solapadas, de alguna manera convalidadas institucionalmente. Federico Pita, activista afroargentino antirracista, fundador de la Diáspora Africana de la Argentina (Diafar) y politólogo sostiene en una columna publicada por la agencia Télam que “el racismo institucional no necesariamente requiere la presencia de prejuicios negativos o discriminación consciente; se manifiesta, por ejemplo, en un mercado laboral donde las personas racializadas tienen menos oportunidades de empleo y promoción, o un sistema de justicia que tiene una tasa de encarcelamiento desproporcionadamente alta para personas no blancas”. Y agrega, como remedio factible de implementar, que “las políticas antirracistas son políticas públicas que buscan abordar el racismo y la desigualdad racial de manera profunda y transformadora. Estas políticas reconocen que el racismo no es simplemente un problema individual de prejuicios o actitudes discriminatorias, sino que es un problema estructural y sistémico que está arraigado en las instituciones, políticas y prácticas sociales de una comunidad”.
Una política antirracista no solo requiere de acciones estructuralmente transformadoras, que remuevan y sancionen los discursos y las prácticas y que “desinstitucionalicen” el racismo, sino también de políticas de reparación que beneficien a las víctimas pasadas y actuales.