La Organización Mundial de la Salud declaró el fin de la pandemia de Covid-19, que tuvo más de tres años de vigencia y provocó 7 millones de muertes en todo el mundo según las cifras oficiales, que se constituyen a partir de la información que proporcionaron los países. Pero, de acuerdo con las estimaciones de la propia OMS, la cifra real de fallecidos superaría holgadamente los 20 millones. Cuando se conocieron los primeros casos en China nadie hubiese imaginado el tremendo impacto del virus en la humanidad, pero si la perspectiva de análisis se sitúa en los peores momentos de la enfermedad, por ejemplo, antes de que empezaran las vacunaciones masivas, a comienzos de 2021, hay que decir que las proyecciones de muertes eran mucho mayores que las que terminaron siendo.
El fin de la pandemia no significa, por cierto, que el nuevo coronavirus haya sido erradicado. El Covid-19 llegó para quedarse y seguirá circulando y, lamentablemente provocando muertes también, como otros tipos de influenza que conviven con la humanidad desde hace mucho tiempo. Que no haya pandemia significa, entonces, que no representa una emergencia sanitaria de alcance internacional. Para ser considerada emergencia, la enfermedad debe afectar a más de un país, requerir de una acción coordinada entre naciones, ocasionar un impacto serio en la salud pública y ser “inesperada”. Si bien el Covid-19 afecta a todos los países, cada vez requiere menos de acciones coordinadas transnacionales, el impacto que genera en la salud pública va menguando día a día y, por cierto, ya no es “inesperada”.
El análisis del periodo de vigencia de la pandemia permite arribar a algunas conclusiones indiscutibles. Por ejemplo, que el trabajo colaborativo de los científicos es muy valioso y fructífero cuando la prioridad es la salud pública y no los intereses comerciales de los laboratorios. También, que las vacunas salvan vidas: las inmunizaciones masivas fueron clave para que las muertes disminuyeran drásticamente. Y que, cuando hay una amenaza para la salud pública, los ciudadanos pueden asumir estrategias preventivas eficaces que contribuyan a reducir la propagación de la enfermedad.
Pero en otros aspectos, la pandemia tuvo una gravitación muy negativa. Generó un impacto económico muy duro para las economías de los países, siendo las víctimas principales los sectores más vulnerables. En los últimos tres años la desigualdad se ensanchó groseramente en todo el mundo: los más ricos se enriquecieron más aún y los pobres vieron caer drásticamente sus ingresos. Es urgente, entonces, la adopción de políticas tendientes a revertir esta tendencia, construyendo relaciones internacionales y también hacia dentro de países, más justas y equitativas.
El fin de la pandemia debería producir una profunda reflexión sobre cómo la acción humana incide tanto en la generación de las enfermedades como en la prevención y el combate contra ellas. La “nueva normalidad” de la que tanto se habló tiene mucho de normalidad y poco de nueva. La etapa que se abre a partir de ahora debería servir para construir una relación más armónica y amigable de la humanidad con la naturaleza y más justa y equitativa entre las naciones y entre las personas. Para que las millones de muertes no hayan sido en vano.