Enlazada con las bacanales y la violencia de Alberto Fernández, la prolongación de la cuarentena por razones electorales expone a la última gestión del kirchnerismo como una sucesión de mistificaciones articuladas para tratar de sostener a flote la farsa madre: el pacto que dos jefes políticos, Cristina Kirchner y Sergio Massa, cerraron para encumbrar en la Presidencia a un operador de sus ambiciones.
Las metáforas sanitarias son adecuadas. La extensión de restricciones, aislamientos y confinamientos profilácticos contra la pandemia del coronavirus se emparenta con las funciones profilácticas que se le habían asignado a Fernández al concederle la Presidencia. El kirchnerismo suponía que la cuarentena era la política más valorada del Gobierno y decidió ratificarla para que traccionara en las elecciones legislativas de 2021.
Lo admitió en el exministro de Economía Martín Guzmán, a cuyas políticas el kirchnerismo atribuyó la derrota en las urnas, que se produjo a pesar de las expectativas que había cifrado en el factor cuarentena.
“Por mucho tiempo era ‘no, no se puede’. Después creo que pasó a ser un problema más político, una bandera política, el hecho de que la administración de la pandemia era lo que hacía fuerte al Gobierno. Lo que yo les decía era que sepamos que iba a afectar más a la capacidad de recuperación del salario real formal e informal, porque entonces, a mediados de 2021, el trabajador formal ya estaba recuperando el salario, pero el informal seguía cayendo. Eso tenía que ver mucho con las restricciones sanitarias”, contó Guzmán en una entrevista concedida al programa de streaming “Onthe record”, que conduce el periodista Iván Schargrodsky por el canal Cenital.
“La extensión fue más larga de lo que debió haber sido. Dada la información técnica que tenía, fue más larga de lo que debía haber sido”, consideró.
La obstinación duró, dijo, “hasta que se perdieron las elecciones y ahí todo fue culpa del supuesto ajuste fiscal que no era tal”. O sea: culpa de él.
En julio de 2022, esmerilado por el ataque sistemático del kirchnerismo refractario a la prudencia fiscal, renunciaría para abrir paso a Massa en la cartera económica.
Terrorismo
La construcción del consenso social en torno al aislamiento demandó exacerbar el terror al COVID en la población, ingeniería que incluyó la condena moral de cualquier divergencia respecto de las exageraciones y mentiras oficiales y la celebración de quienes delataban a los transgresores.
El aparato estatal se abatía con rigor implacable sobre cualquiera que fuera descubierto en falta o denunciado, las conductas colectivas adquirieron rasgos medievales con la execración de sospechosos como enemigos públicos. Centenares de personas fueron detenidas y escrachadas, colgadas como caranchos en el alambrado para escarmiento y advertencia a eventuales disidentes, por salir de sus casas fuera de horario, pretender despedir a sus muertos o acompañarlos en la enfermedad.
El confinamiento fue sacralizado como causa nacional, la alcahuetería transformada en virtud cívica.
Los millones que vivían en la economía en negro y no podían darse el lujo de encerrarse y dejar de trabajar tuvieron que tolerar que sujetos con el salario garantizado por el Estado se erigieran en comisarios éticos y los señalaran desde la comodidad de sus hogares como amenazas a la salud pública, legitimados por la prédica oficial.
Hipocresía
Sobre la evidencia de los privilegios que tenían quienes contaban con un puesto público o ingresos en blanco que les permitieran acceder al auxilio del Estado, se imprimieron otras, más irritantes.
El “vacunatorio VIP”, por ejemplo, en el que entenados del poder pudieron inmunizarse antes que unos ciudadanos rasos a los que se les estimulaba por todos los medios un miedo atávico al virus.
Las célebres imágenes de la fiesta de cumpleaños en Olivos de la primera dama, Fabiola Yáñez, tuvieron un impacto que se reactivó después de que la denuncia que radicó contra Fernández por violencia de género reveló el desenfreno y las francachelas con las que el propio Presidente y sus acólitos se refocilaban mientras sometían a la población a los rigores del control sanitario estricto.
Una cumbre de la hipocresía se alcanzó cuando el kirchnerismo se negó a que el país comprara las vacunas Pfizer, de los Estados Unidos, para adquirir las Sputnik que ofertaba el amigo ruso Putin. La vacuna americana se había probado en la Argentina, que de este modo había adquirido prioridad para obtenerlas en un contexto mundial en el que escaseaban.
Pero los kirchneristas, puntualmente acatados por el sibarita Fernández, alegaron en el Congreso que el imperio pretendía quedarse con los recursos naturales de la Nación y demoraron los trámites para garantizarle mercado a Putin.
Embustes
Las manifestaciones de Guzmán desnudan un Gobierno de aprendices de brujo, enajenado de la sociedad por la soberbia y los privilegios.
Los despropósitos y la hipocresía plantaron la indignación de la que terminó emergiendo Javier Milei, pero los perjuicios de la mistificación sanitaria tuvieron alcances mucho más profundos que las alternativas electorales.
El daño psicológico infligido a niños y adolescentes condenados a permanecer encerrados en sus casas, sin poder asistir a la escuela, fue tremendo, con efectos residuales que se extienden en muchos casos hasta ahora. La caída en el nivel de educación aún no puede revertirse.
La economía se desplomó y los indicadores de pobreza, indigencia y marginalidad aceleraron su escalada.
Con la extensión de la cuarentena más allá de lo razonable, el kirchnerismo asestó un golpe letal al país y cavó su propia fosa. Por contraste, los desvaríos y la agresividad de Milei son apreciados como expresión de su sinceridad, exacta contracara de los destructivos embustes perpetrados por sus antecesores.