domingo 28 de mayo de 2023

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El Mirador Político

La microinoperancia

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La evolución del conflicto por el mal estado de las escuelas, con la inesperada irrupción de los estudiantes expulsados de las aulas por un calor imposible de sobrellevar e insalubre sin artefactos de refrigeración, condensó los problemas que tiene el Gobierno para trasladar lo que postula como logros macroeconómicos y sociales al plano micro de la vida cotidiana de la gente.

Las multimillonarias inversiones de infraestructura, los frondosos recursos cuya derivación insiste en agradecer a la Nación, los desembolsos mineros, la explosión del turismo, la radicación de industrias y la generación de empleo no consiguen conectar con mejoras sustanciales en la calidad de vida, de modo que quedan como propaganda vacía, desfasada de la realidad. Esto, en el mejor de los casos; otras perspectivas se inclinan por interpretar las autocelebraciones como patrañas o burlas.

Poco impacto positivo puede esperarse de la narrativa oficial en las amplias franjas de la población que tienen problemas de agua y energía, sufren la interrupción de estos servicios y anegamientos en cada temporal, deben someterse a interminables amansadoras para obtener respuestas satisfactorias de la burocracia –cuando las obtienen-, padecen un transporte público lamentable y reciben prestaciones médicas, de asistencia social, judiciales y policiales menesterosas. Por mucho que el funcionariato machaque con cifras efectistas y cortes de cinta, la saliva no revierte tales deficiencias.

Fallas

Hay una evidente falla en los circuitos políticos y administrativos medios. Es generalizada pero el caso de las escuelas expuso con toda crudeza.

Ya era un despropósito que varios establecimientos no pudieran comenzar las clases normalmente debido a que las obras de refacción estaban en veremos, cuando la fecha del inicio del ciclo lectivo se conocía desde diciembre.

La escasa intensidad de las reacciones se explica por la resignación de una comunidad educativa que ha naturalizado el absurdo como si fuera un indefectible fenómeno climático. Las autoridades solo debían aguantar unas semanas la viralización de fotos y videos por las redes sociales y algunas manifestaciones aisladas, lo de todos los años.

Fueron los calorones agobiantes los que hicieron saltar la térmica del humor social e incorporaron a los alumnos a las protestas.

La participación juvenil es toda una novedad. El estudiantado por lo general no suele quejarse por la falta de clases. Es posible que algún reflejo político se activara en el oficialismo: los adolescentes están habilitados para votar desde los 16 años, de modo que las estudiantinas podían extenderse con perjuicios en las urnas.

El relevamiento de los desperfectos edilicios reveló que una gran mayoría no requería de inversiones estructurales monstruosas, sino que bastaba con intervenciones menores. Problemas en las instalaciones eléctricas y sanitarias, desprendimientos de revoque fino, ventiladores de techo zafados de sus soportes, pintura deteriorada, ventanas rotas, alguna abertura inservible. Nada tan grave como para que no pudieran resolverlo los propios directivos de las escuelas, sin tener que recorrer la agotadora cadena burocrática que se estableció cuando se decidió sacar Infraestructura Escolar del ámbito del Ministerio de Educación para llevarla al de Obras Públicas, ahora denominado de Infraestructura y Obras Civiles.

Componer el mínimo deterioro edilicio demandaba poner en marcha una cadena de decisiones que empezaba en el director, seguía con los supervisores y funcionarios de Educación -ministra incluida-, engranaba en Infraestructura y Obras Civiles y terminaba en Economía. Para cuando los operarios llegaban a colocar los grifos que se necesitaban, ya estabas colapsadas todas las cañerías; si de una gotera se trataba, el extenso periplo de los expedientes resultaba inoficioso porque el techo se había desplomado.

Deficiencia crónica

La decisión de crear un fondo especial para que el Ministerio de Educación financie trabajos de poca envergadura sin tener que sumergirse en trámites con Infraestructura y Obras Civiles equivale a una confesión de la incompetencia: es incomprensible que tan elemental mecanismo de agilización no se le haya ocurrido a nadie antes.

Por supuesto, mientras los edificios existentes se venían abajo, se hacían grandes alharacas con los nuevos por lo espectacular de las millonadas invertidas, sin pensar que las flamantes instalaciones ingresaban en el pernicioso laberinto de la decadencia por falta de mantenimiento.

Esta perniciosa microinoperancia impregna a toda la estructura del Estado.

Los vistosos hospitales que el Gobierno se envanece de inaugurar contrastan con la falta de insumos y el calamitoso estado de los que ya están, con el ruinoso San Juan Bautista como paradigma.

Gran parte de las fortunas que se erogan en asistencialismo para menguar el sufrimiento de excluidos y expulsados se filtran en las estructuras clientelares y no llegan a sus destinatarios teóricos.

Las infraestructuras de agua potable, cloacas y energía colapsan por exceso de demanda o inconvenientes climáticos.

Para lograr que el Estado concurra a resolver un inconveniente o provea los elementos para resolverlos es preciso sumergirse en trámites eternos, extenuantes y hartantes.

Es una deficiencia crónica

El 23 de septiembre de 2012, el tema de este Mirador fue exactamente el mismo. Se tituló “La impericia como grotesco”.

Decía: “Por improvisación e incompetencia de los funcionarios o por desfasajes de la burocracia elefantiásica las fallas de gestión dejan en un punto de ser incidentales para transformarse en desenlace previsible. La destrucción de la carrera administrativa en aras de una politiquería elemental confina a los más experimentados y capaces del aparato estatal al destierro. Como no hay más criterio para el ascenso y la realización profesional o laboral en el Estado que el dedo del jerarca de turno, la obsecuencia suplanta a los méritos, y quien no puede acomodarse a esto se especializa en las mañas y los vericuetos leguleyos para trabajar lo menos posible. Revisar los protocolos de gestión del Estado es condición necesaria para comenzar a revertir esto”.

El panorama cerraba con una cita del recién publicado libro “la lechuza y el caracol- Contrarrelato político”, del filósofo Tomás Abraham.

"La palabra gestión no es un capítulo de los libros sobre gerenciamiento, es algo más que eso, es la interpelación y un llamado de atención a los ideólogos, de que las formas de organización y su eficacia son un asunto ineludible en lo que atañe a política. Pensar la política como gestión es monótono. Suena a burocracia. La palabra organización parece letal. Mejor decir calle, pueblada, multitud, acontecimiento, Twitter. De acuerdo. No hay nada como el entusiasmo. Aunque se ignora que la vilipendiada 'gestión' decide cuestiones cruciales de nuestra vida. Una mala gestión puede humillarnos en colas infinitas para obtener algo que nos corresponde por derecho. Una mala gestión puede quebrantar nuestra salud. No cobrar una indemnización. Viajar en latas de sardinas. Litigar eternamente por un reclamo justo. La gestión no es un asunto de tecnócratas. La dicotomía ideología-técnica es propia de una concepción arcaica y moralista de la política. La democracia no es un 'valor' sino un dispositivo que combina distintas formas de construcción y distribución del poder y una serie de procedimientos".

Una década ha pasado, todo está como era entonces.

El Estado catamarqueño parece solvente para gestionar lo macro. Pero falla sin atenuantes en lo micro, donde la gente experimenta, y en este caso sufre, la calidad de la política.

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