Hace millones de años, toda la vida transcurría en el agua, hasta que un organismo tuvo la pésima idea de poner un pie sobre la tierra, luego otro, y otro más, hasta que se dio cuenta de que ya estaba demasiado lejos para volver atrás, así que siguió caminando. Desde entonces la evolución nos ha llevado a conocer fronteras cada vez más lejanas, pero así como hemos conquistado el espacio (bueno, yo no tuve nada que ver, pero me adjudico las hazañas de la humanidad porque al fin y al cabo somos un equipo) no tuvimos avances en la tarea de conocernos a nosotros mismos, pese a que nos queda mucho más cerca.
Por lo general uno se toma un café a la mañana y ya arranca a querer conocerse a sí mismo, un gasto de energía sin sentido. A la noche nos vamos a dormir con la convicción de que la búsqueda ha sido inútil, pero por la mañana empezamos de nuevo. En mi opinión no hay que perder tiempo en un objetivo tan difícil, mejor dar vueltas por la calle hasta que nos crucemos de repente con nosotros mismos por obra y gracia de la fortuna, un hallazgo de estas proporciones no puede ser fruto de otra cosa que no sea la casualidad. A mí, por ejemplo, me suele pasar cuando voy caminando por la Rivadavia y entro en alguna galería, pero no es algo que pueda manejar. He tratado, por ejemplo, de citarme conmigo mismo en alguna esquina, y siempre uno de los dos ha llegado tarde.
En literatura, en cambio, la gente se encuentra consigo misma todo el tiempo. En el cuento de Borges llamado “El otro”, Jorge Luis se encuentra a sí mismo en un banco a orillas del río, en la ciudad de Cambridge (los ordinarios se encuentran a sí mismos en La Matanza, Ramos Mejía, lugares por el estilo) y por supuesto la charla toma los carriles previsibles: ambos se dedican a demostrarle al otro lo mucho que han leído, en ningún momento se les ocurre consultar un número para la quiniela.
Hay un viejo chiste en el cual se plantea la situación de un hombre que corre alrededor de un árbol, a la velocidad de la luz, desnudo. Las consecuencias de semejante carrera no pueden ser descriptas en el marco de esta columna, publicada todas las semanas por un medio prestigioso, pero el lector puede imaginarlas. Palabras más, palabras menos, esa es la premisa de “Todos ustedes, zombies”, un cuento de ciencia ficción de Robert A. Heinlein. Borges jamás se habría atrevido a tal cosa, su cuento se queda en la comodidad de una charla con tintes existencialistas, en la que ambos Jorges Luises conservan en todo momento la ropa puesta, pero Heinlein no tuvo reparos en llevar el concepto de encontrarse con uno mismo hasta las últimas consecuencias. Quizás sea valentía literaria, quizás onanismo desenfrenado, en todo caso le toca al lector decidir.