Poco después del parco desayuno, Grifina se ocupó de la lección más grave que debían recibir sus hijos ya crecidos: la de aprender a volar. Un pájaro cualquiera puede iniciarse en el vuelo por inspiración propia; pero un futuro rey del aire, como el poeta, nace y… se hace para tal.
La terrible aguilucha, asentada en un arbustillo, al borde de un derrumbadero, se agitaba allí con lastimeros chillidos, temerosa de lanzarse al aire, mientras su madre pasaba y repasaba al vuelo por delante de ella llamándola y convidándola a la gran aventura. La discípula comprendía demasiado bien lo que estaban exigiéndole, pero su coraje no era todavía de águila… Cansada, al fin, Grifina dio un empellón a su hija que se precipitó así en el vacío con gemidos de espanto, aleteando torpemente. Pero la madre no tardó en colocarse debajo de su hija, dejando que sus patas descansaran un buen momento sobre su lomo, aunque se sustrajo al cabo. Esta vez la aprendiz se resolvió a hacer mejor uso de sus alas.
Muy lejos de allí, Grifo planeaba en círculos y círculos ladeando la cabeza, registrando el plan, allá abajo, con su terrible ojo. Como no descubriera nada, encogió sus alas y bajó al sesgo a posarse sobre un chañar, empuñando una rama con sus dedos iguales a la mitad del tarso, cruzando la uña posterior y la del medio. Allí se quedó acechando. La señora de la violencia lo era también del más calmoso dominio sobre sí misma. (Algo tenía que ver con esto el que sus veranos llegaban a sesenta y el que un águila puede vencer los cien). Minuto a minuto esperó una hora. La luz creciente destacó su enérgica silueta y los colores de su uniforme: cabeza ploma, garganta blanca, pecho tordillo, bajera y calzones níveos con breves rayitas parduscas.
De pronto, en desliz suave, como por una pendiente de arena, se dejó ir hasta la orilla del arroyo que allá, a distancia de un tiro de boleadoras, caminaba y charlaba entre las piedras, y se abrevó, levantando al cielo el corvo pico en cada trago. Abrió al fin las alas -165 de envergadura- y se lanzó a la vertiginosa espiral de remonte.
Instantes después planeaba en orbes de ciento cincuenta metros de diámetro, a trescientos de altura, ladeando la cabeza a derecha e izquierda, volcando el ojo ígneo sobre leguas de campo y cielo. De pronto plegó las alas y se despeñó en zumbante diagonal.
Mamá liebre toma sol con sus dos lebratos. Están en su revolcadero doméstico, cosa adivinable por la cantidad de píldoras de olor esparcidas en el suelo.
Los pagos de las liebres son los más desiertos y áridos. Ningún comedor de verde se conforma con tan poco como ella, con pastos más escasos, duros y enjutos. Precisa poca agua, o ninguna, puede creerse, pues vive, sin emigrar nunca a veces, en grandes travesías, esto es en cientos de leguas cuadradas sin más agua que la lluvia que casi nunca viene, o el rocío que cae como de un cuentagotas. Tierras sin árboles o poco menos, y arbustos enanos y ralos, es decir, de sombra tacaña: el chañar, la tusca, la retama y sobre todo, la planta menos húmeda, quizá de la tierra: la jarilla.
Los pequeños rabones, con su pelambre de felpa, sus orejas de borrico y sus fondillos de algodón, con sus oscuros y dulces ojazos de cervato y su insosegable hociquillo (¡nacen todos con labios leporinos!) son la chochera de su madre. Ella, tirada a la bartola, los mira jugar, revolcándose en la tierra soleada, persiguiéndose uno a otro, entre clásicos arranques de fuga y bruscas paradas.
Bajo su aire de sosiego absoluto la liebre madre vigila: su vida es una perpetua guardia, día y noche una inacabable alerta. Su genial oído sigue escuchando cuando ella duerme.
No son pocos ni despreciables sus enemigos. De noche el zorro, de ingenio más agudo y mordiente que su hocico. El gato del monte, con su lunareada y ondulosa esbeltez, todo músculo, dientes, garras y audacia. El puma, borrachín de sangre, y a cualquier hora la cascabel de mordedura infame. De día, el águila, el perro y el hombre.
Tiene, pues, razón la orejuda de vivir sobre el ¡quién vive!, ella, la más inerme de las criaturas todas: ni garras, ni colmillos, ni cuernos, ni alas, ni cascos, ni veneno, ni coraza protectora, nada, nada; como no sea su límpido olfato, sus formidables orejas para encartuchar hasta las casi inasibles briznillas de ruido, y todo su cuerpo (eslillas nulas, ijares sumidos, patas de viento), construido ex profeso para la fuga. Fuga no solo veloz, sino elástica y dúctil como no hay otra. Nada más que eso, es cierto. Porque ella no tiene ni cueva propiamente hablando, como que solo la usa, si la halla a mano, en apuros de parto o de persecución. Si no, se conforma con simular una excavación al pie de cualquier arbusto o mata.
Mamá liebre se levanta de un salto y toma parte de la jugarreta de sus niños. Después se queda en su posición predilecta, que es también un disfrazado apronte para el salto inicial de la carrera: sentada sobre su grande y elástico tren posterior. Con su aire de indiferencia perfecta, en realidad mantiénese en tensa y triple inquisición: oído, olfato, vista de cualquier noticia ambiente.
Todo animal del campo, y solo por serlo, es más o menos sensible -mucho más que el hombre- a los cambios de luminosidad, humedad, adoración, presión, temperatura, eso que les hace presentir con total seguridad, por ejemplo, la venida de la lluvia, del zonda o de la primavera.
Ciertamente esta última está ya en el zaguán, como quien dice. Y aunque su presencia, para el transeúnte humano, apenas se denuncia en alguna flor de oro, y el matiz más verdoso de los follajes oliváceos del desierto, para la gente animal, aquí como en cualquier parte, la primavera significa un acontecimiento profundo venido especialmente por vía real del olfato. Florecen ya la retama, la tusca, el chañar, el algarrobo, la doca, los cactus, la jarilla, la pichanilla, casi todos en un amarillo glorioso como el pecho del benteveo o como el mismo sol, y el aire va convirtiéndose en una tibia, dulce y casi irresistible caricia, más por las mil embriagadoras fragancias disueltas en sus senos que por gracia directa de la mayor vecindad solar. Y también porque entonces, allí donde se conserva un poquito de humedad, el pastillo brota: la posibilidad del primer bocado verde y jugoso…
La liebre sueña esto con los ojos abiertos cuando se vuelve a mirar a sus críos, naturalmente orgullosa de ellos que a los tres días de nacer supieron seguirla en su fuga, y que ahora, a los tres meses están listos para echarse a rodar tierra por su cuenta. (Lo pienso con enternecimiento, porque la arisquísima es criatura de natural dulce y sociable, tanto que, llevados los de su raza en la niñez a la casa de los hombres, no solo no se apartan de ella, sino que distinguen y se apegan a su amo, y traban relación con cualquier honrada persona de cuatro patas.)
La liebre presiente un nublado, levemente inquieta, porque el sol, buen amigo, refleja contra la tierra el vuelo de los rapaces del aire. La liebre (que ama sin saberlo lo imprevisto del peligro y la aventura) no lo sabe, pero allá muy alto volando en redondo sobre una nube, planea un águila…
La liebre se alza sobre sus cuatro patas, interrumpe su masticación, con la cabeza alta, los ijares levemente contraídos y estremecidos, muy abiertos los grandes ojos oscuros que tienen la redonda limpidez del horizonte y la inocencia del campo. Mosqueando el morro, sacude ligeramente las orejas. Un golpe al suelo con las patas delanteras y un gemido de alarma a sus hijos: y los tres parten como movidos por un solo resorte… Grifo, caído desde las nubes como una piedra, en bajada vertical, abre de golpe las desmesuradas alas a un metro escaso del punto donde partiera la liebre, a tiempo que torciendo el vuelo y comenzando el remonte deja escapar un chasquido de feroz despecho aguileño.
Por Luis Leopoldo Franco