jueves 28 de marzo de 2024
lo bueno, lo malo y lo feo

Carlos Menem y la economía

Carta al directo.

Al momento de su muerte se nos imponen dos preguntas: ¿Qué sería hoy de la Argentina si no fuera por las grandes transformaciones que introdujo Carlos Menem en la economía argentina en los ‘90? Y ¿Por qué volvemos hoy a repetir los mismos errores –como Gobierno, pero también como sociedad- que nos condujeron a la situación que heredó Menem al asumir el poder? Hay que recordar la Argentina de los trenes con los pasajeros colgados de las puertas y en los techos; los caminos destrozados y los vehículos de transporte destartalados; los puertos enarenados y los fletes con sobretasas de “puerto sucio” entre las más altas del mundo; las líneas de teléfonos por las que había que esperar cinco años y atendidas por millones de cables colgando de un edificio a otro; las raras importaciones pagadas a precio de oro; y la mayor tasa de inflación del planeta. En los doce meses previos a julio de 1988, la inflación había sido del 3.450% y en solo el mes de julio la “híper” marcó el récord de 196,6%. La deuda pública superaba los 18.000 millones de dólares (de aquel entonces), el déficit fiscal estaba en el 12,1% del PBI y en el Banco Central no solo no quedaban reservas, sino que se acumulaban las cartas de crédito cubriendo importaciones esenciales sin pagar.

El comienzo de su Gobierno en lo económico fue accidentado, mientras el Congreso aprobaba una Ley de Emergencia Económica (que eliminaba todos los controles sobre los precios de los bienes de consumo y liberaba todas las operaciones de cambio en divisas) y otra de Reforma del Estado (que abrió la puerta al proceso de privatizaciones y modernización del Estado) que estaban destinadas a permitir la mayor transformación de la economía y del sistema productivo argentino del último medio siglo, el mal manejo cotidiano de la economía llevó a un nuevo estallido de hiperinflación a fines de año. Esto obligó a la introducción del Plan Bonex (cambio compulsivo de los depósitos a plazo en pesos por bonos en dólares a diez años) y a seguir de allí en adelante una severa política fiscal. Su mayor manifestación fue un decreto del mes de marzo que redujo considerablemente el aparato estatal, estableció un ajustado control sobre el nivel de gasto público y prohibió todo financiamiento al gobierno nacional. Las consecuencias se hicieron sentir rápidamente y a fines de 1990 la inflación, que había sido del 100% en enero ya estaba en el 7,7% a inicios del año siguiente. Solo así pudo su Gobierno reemplazar el depreciado Austral por el Peso y adoptar en abril de 1991 la Ley de Convertibilidad, limitando la emisión monetaria al nivel de las reservas de libre disponibilidad, y aprobar la Ley de Reforma del Banco Central, asegurando su total independencia –que no siempre le fue posible mantener- y constriñendo aún más el financiamiento del Estado.

A partir de allí comenzaron las otras grandes transformaciones, a la velocidad de vértigo que imponía a sus ministros por la agenda que confeccionaba el propio Presidente con sus asesores: consolidación de la deuda interna con las emisiones de los Bonos de Consolidación con la que se pagaron las deudas del Estado a particulares y a los 4 millones de jubilados a los que se les habían liquidado mal sus haberes durante años; la elaboración del primer Presupuesto de la Nación después de 17 años de no haber contado con la “madre de las leyes” que exige la Constitución Nacional; el acuerdo con el FMI en mayo de 1992 que permitió regularizar la deuda multilateral que estaba en “default” desde hacía tres años y luego la renegociación con el Club de París, que permitió regularizar deudas ya renegociadas y en “default” que venían desde 1985 y 1987 con los organismos de crédito bilaterales; el “Plan Brady” que con el apoyo del Tesoro de los Estados Unidos permitió la renegociación, con una quita promedio del 35%, de la deuda con los bancos y los fondos de inversión por USD 25.5517,2 millones; la cancelación de las deudas de la Nación con las provincias, incluyendo las regalías por hidrocarburos no pagadas por años; la disolución del BANADE que había dejado un importante pasivo irrecuperable y de las Juntas de Granos y de Carnes, que ya no tenían ninguna función que cumplir en un mundo cada vez más abierto a la competencia y sin necesidad de organismos de control de las importaciones de alimentos heredada de los tiempos del conflicto bélico y de la post-guerra.

Y luego vinieron las grandes privatizaciones, las de las “joyas de la abuela”: la empresa de teléfono sin líneas; generadoras de electricidad con la mayor parte de las turbinas sin funcionar y líneas de distribución tan deficientes que eran más los tiempos de cortes que los de funcionamiento; una red de gas metropolitana con un elevado nivel de riesgo por la importancia de las fugas y desperfectos; y un sistema de agua potable y de evacuación de aguas servidas con un atraso de cincuenta años por falta de inversiones y de aportes tecnológicos. Es cierto que las primeras privatizaciones, hechas al comienzo del Gobierno (ENCOTEL y Aerolíneas Argentinas) bajo circunstancias muy complejas y sin experiencia previa, fueron deficientes en más de un sentido, y que los criterios que se utilizaron para las de los ferrocarriles, que eran una de las principales causas del déficit fiscal, se hicieron más guiadas con consideraciones fiscales que operativas o estratégicas. Sin embargo, el resto fue hecho bajo otras reglas y criterios: el sistema de generación, transporte y distribución de energía (SEGBA, Agua y Energía, Hidronor); Gas del Estado; Obras Sanitarias de la Nación; los grandes puertos; la Caja Nacional de Ahorro y Seguros y las áreas secundarias de YPF (que esta empresa no estaba en condiciones de explotar). En todo ese proceso no hubo una sola impugnación ni se generó un solo juicio contra el Estado; dejó miles de millones de dólares que permitieron la reconstrucción de las reservas y la cancelación de buena parte de la deuda ya renegociada; se eliminó la principal causa del tremendo déficit fiscal y se cerró la puerta a numerosas fuentes de corrupción (licitaciones de provisión de insumos, “industria del juicio”). Más importante, sin embargo, fue la rápida restauración de equipos y la introducción de otros, en la mayor parte de los casos con la más moderna tecnología, el monto de la inversión nacional y especialmente extranjera que generaron y las bajas sensibles de tarifas que permitieron en algunos servicios esenciales.

Finalmente, la privatización del 45,3% de YPF permitió al Estado recaudar 3.040 millones de dólares más, de los cuales casi la mitad se destinaron a cancelar el saldo de las deudas acumuladas con jubilados y pensionados. Esto, a su vez, facilitó la reforma del sistema previsional y la introducción de las jubilaciones privadas (AFJP) que permitieron, a su vez, el resurgimiento del mercado de capitales, pero que habrían de ser distorsionadas y eliminadas posteriormente. Como también lo fueron los 47 Programas de Participación Privada, que permitieron a miles de trabajadores de las empresas privatizadas participar del capital y de la dirección de dichas empresas, hasta que los sindicatos promovieron su liquidación.

Por otra parte, con la firma del Tratado de Asunción en marzo de 1991 se inició un proceso de apertura e integración al mundo de la que era una de las economías más cerradas. Esto siguió con la eliminación de las licencias de importación y de casi todas las restricciones cuantitativas y con la participación en la negociación, y firma de los acuerdos de Marrakech que dieron lugar a la creación de la Organización Mundial de Comercio. De este modo, el arancel promedio bajó del 39 al 12% y el máximo del 50 al 35%. Esto generó un fuerte aumento de las importaciones, que habían estado reprimidas por años y habían generado un fuerte atraso tecnológico en el país; pero también ayudaron a un aumento de las exportaciones del 121% entre 1991 y 2001, una tasa de crecimiento más alta que las de Chile y Brasil. Y esto fue logrado en una época en que aún no se conocían los precios elevados de las “commodities” que llegarían varios años después, ni la maduración de las medidas tomadas por el Gobierno de Menem para promover el desarrollo tecnológico del campo: autorización de las semillas transgénicas, apoyo a la introducción de la siembra directa, la creación de los puertos públicos y privados a lo largo de la Hidrovía y, especialmente, el dragado de esta y la habilitación de la navegación hasta la ciudad de Santa Fe para las naves de ultramar.

Este conjunto de medidas generó un gran salto en la inversión: del 12,2% en 1989 al 18,2% del PBI en 1998, en el que jugó un rol muy importante el aumento de la inversión extranjera directa: USD 6.400 millones entre 1990 y 1994 y 34.775 millones entre 1995 y 1999. Ello, a su vez, permitió una baja importante en la tasa de desempleo (12,4 % a fines de 1998), a pesar de los grandes cambios de ocupación al que obligaron a millones de trabajadores la reforma del Estado, las privatizaciones y la apertura de la economía. Al mismo tiempo, desapareció la inflación: a comienzos de 1993 había descendido al 3,9% y a fines de su Gobierno estaba en el 1,4% ¡anual!

Esto permitió un fuerte crecimiento de la economía y del ingreso per cápita y que por primera vez (y única) desde que se tiene registro, la tasa de pobreza estuviera en forma continuada cercana al 20%.

Sin embargo, a fines de los noventa el sistema creado por el Gobierno Menem ya mostraba sus deficiencias: el apetito político por la permanencia indefinida en el poder generó un fuerte aumento del gasto público y el endeudamiento creció de manera desproporcionada: en 1999 llegaba al 51,2% del PBI y al 623% de las exportaciones. Este dato era la mejor expresión de los dos problemas de aquel sistema: no había podido terminar con el endeudamiento ni había podido generar un crecimiento de las exportaciones acorde con las necesidades del crecimiento económico y la demanda.

Mirando hoy, retrospectivamente aquellos años y con estas cifras entre las manos, no cabe duda que Carlos Menem, en el plano de la economía por lo menos, fue un gran gobernante y que lo que se hizo en aquel entonces, aún sirve como ejemplo de lo que debería hacerse hoy para corregir los problemas del presente.

Juan C. Sánchez Arnau
Exsubsecretario de Financiamiento 
Internacional y de Privatizaciones
del Ministerio de Economía (1991-1996)

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