jueves 28 de marzo de 2024
Opinión

El doble dilema social y económico de Argentina

Por Redacción El Ancasti

Argentina se enfrenta a un doble dilema que si no lo resuelve satisfactoriamente puede acelerar su proceso de decadencia. El dilema social es que el grado de pobreza en torno al 40% de la población -si es que no se eleva- se vuelva estructural, es decir, que no haya inversión del sector privado capaz de reinsertar mediante el empleo a quienes por esta crisis quedaron fuera del sistema.
Eso tendrá a su vez impacto en el presupuesto de un país con las finanzas públicas desquiciadas, ya que será el Estado quien deberá hacerse cargo de la subsistencia de ese segmento poblacional que se incorporó este año al sector carenciado. Sería una experiencia inédita, que modificaría la ecuación social y podría reconfigurar el mapa político del país.
La Argentina ya conoció niveles muy elevados de pobres en el 2002 y el 2003 (lo mismo que a posteriori de sus otras grandes crisis como la del Rodrigazo o los procesos hiperinflacionarios), pero fueron situaciones coyunturales, ya que la economía se ocupó luego de generar los empleos que lograron reincorporarlos a la órbita de la producción. Si bien la pobreza ha sido un drama que el país nunca logró erradicar, amerita recordar que en algún momento de los años 60 y 70 del siglo pasado logró reducirla al 6%.
En esa Argentina irrumpieron con violencia en busca de justicia social los movimientos guerrilleros que condicionaron fuertemente el devenir político y la historia del país, y no precisamente para bien. Si el drama en el plano social es que se consoliden los nuevos pobres por falta de alternativas laborales, en el campo económico su equivalencia es el grado de presión impositiva, que constituye el principal desaliento a la inversión, y en consecuencia, el mayor impedimento a cualquier posibilidad de salir de la crisis y poder generar empleo que revierta la pobreza.
Habida cuenta que el indicador económico de relevancia es el índice de inversión, ya que la inversión es lo único que puede modificar estructuralmente la condición de vida de una sociedad, el sistema impositivo argentino es el primer gran obstáculo para hacerla factible. Si las últimas mediciones señalan que la tasa de inversión se ubica en el 11,5% del producto bruto (llegó incluso a estar algún mes al 9%) se trata de un nivel insuficiente para sostener la conservación de los activos físicos del país -las casas, los edificios, las rutas, las escuelas, las fábricas, los hospitales…- que pasan paulatinamente a quedar obsoletas o a deteriorarse por el uso. Para lograr un punto de equilibrio -lo que para nada sería un indicador halagüeño- la inversión debería estar en el 15 o el 16% del producto. Y para crecer e ir reduciendo la pobreza tendría que tratar de pasar holgadamente el 20%.
El gran salto en el nivel de presión impositiva en la Argentina se produjo durante los 12 años de administración kirchnerista, que coincidieron con el período en que la Argentina y la región gozaron de las condiciones más favorables de su historia moderna, con precios exorbitantes para sus productos de exportación que engrosaron las arcas del Estado y los ingresos de la sociedad.
Al asumir en 2015 el gobierno de Cambiemos imaginó ingenuamente que con su sola “marca” lloverían las inversiones en el país, sin percatarse del obstáculo crucial que implicaba el marco tributario, al punto que el seminario organizado al comienzo de la gestión para atraer inversiones según el formato del Foro de Davos (WEF por sus siglas en inglés) constituyó un estridente fracaso.
Tomado nota del impedimento que significaba el grado de presión fiscal, esa administración comenzó a ensayar un tibio programa de reducción impositiva condicionado por las limitaciones presupuestarias heredadas: un gasto público elevadísimo y un déficit fiscal descomunal (¿del 5% del PBI?). Para colmo, continuó la política del gobierno anterior de incrementar el gasto social.
En esa contradicción, que trató de resolver tomando de manera desenfrenada deuda externa de la que se volvería dependiente y que a la postre le resultaría un salvavidas de plomo, tiró por la borda los argumentos a favor de la racionalidad en materia económica. La moderada reducción impositiva que comenzó a encarar, que era una iniciativa en la dirección correcta y que pretendía marcar una tendencia, no pudo exhibir resultados significativos porque a pesar de la rebaja, el grado de presión tributaria seguía siendo aún muy alto y los otros factores que coadyuvan la inversión, como la estabilidad de precios o el régimen laboral para citar solo dos aspectos, tampoco constituían elementos atractivos a favor de la Argentina.
Esa frustración no hizo más que motorizar las críticas contra las políticas ortodoxas en economía y alimentar las ilusiones de aquellos que sostienen que todo se arregla gastando más y más desde el Estado sin tener en cuenta de donde salen los recursos. En el punto donde hoy nos encontramos, es absolutamente vital para el país que la nueva tanda de aumentos impositivos que está consumándose (en la que están implícitos el impuesto a la riqueza y las subas en ingresos brutos y tasas en provincias y municipios) se detenga de una buena vez, para evitar que por esa causa se retraiga aún más la inversión.
Hay que evitar que ésta caiga del 11,5% vigente a niveles del 7 o del 8% del producto, con lo cual, el deterioro material del país se aceleraría. Tanto la presión impositiva como la inflación son hijos dilectos del exceso de gasto público que no hay como financiar y que se acaba cubriendo con más impuestos y con emisión.
Dado que el debate no se puede plantear desde una reducción del gasto social en este contexto de pandemia y déficit fiscal, tomemos conciencia de que los gravámenes no deberían seguir aumentando y destruyendo las actividades productivas. Si ese gasto no se puede reducir, al menos detengamos la expansión constante del sector público, que se mueve como una lava que amenaza cubrir todo el país, donde la incorporación a planta permanente de 29.000 contratados con los beneficios que implica, la estatización de las concesiones de rutas y sus empleados, la creación de entes como el Nodio y los juzgados a crearse si se aprobara la reforma judicial son señales preocupantes sobre la falta de conciencia de las dirigencias políticas de lo explosiva de la situación.
A fin de buscar opciones que fomenten el empleo y la inversión, imaginemos marcos tributarios favorables para actividades inexistentes en el país, que puedan desarrollarse bajo condiciones impositivas especiales y puedan aportar al conjunto de la sociedad la generación de nuevo empleo y el movimiento económico y comercial que se desprendería de su irrupción como emprendimientos productivos. Sin ser experto en la materia, otro espacio a explorar consistiría en conceder condiciones especiales a nuevos residentes extranjeros que tengan su fuente de ingreso en el exterior y que no desarrollen actividades económicas en el país, como conceden el Reino Unido, Suiza y otros países europeos. 
Con tanto potencial a desarrollar, tanto en el campo de los recursos naturales como en el plano intelectual y cultural, hay que usar la imaginación y hacer algo para evitar que nuevas andanadas impositivas entierren aún más al país y los dilemas que nos acosan se transformen en tragedia.

Ricardo Esteves
EMPRESARIO Y LICENCIADO EN CIENCIAS POLÍTICAS. ARTÍCULO PUBLICADO EN INFOBAE.
 

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