jueves 28 de marzo de 2024
OPINIÓN

A 150 años de la muerte de Felipe Varela

El pasado tiene sus cosas extrañas. Miles de frases y definiciones llenan las páginas tratando de definirlo. Confucio decía: “Estudia el pasado y definirás el futuro”. William Faulkner afirmaba que el pasado nunca muere y ni siquiera es pasado. Nos preguntamos, ¿qué definición podríamos aportar nosotros hoy del pasado, en base a las experiencias de los 150 años que nos separan de la muerte de Felipe Varela en 1870 y la derrota de su proyecto? Obviamente, muy poco. Quizás diríamos que nada o que la experiencia se repite a sí misma, porque seguimos sin encontrar nuestro rumbo como nación.
Pero, la historia genera coincidencias extrañas. Cuando hace pocos días se revelaba en este medio el ignominioso destino que en el cementerio municipal de Catamarca se le dieron a los restos del Dr. Carlos Malbrán, fallecido en 1940, y a su esposa, no pudimos evitar una reflexión acerca de las ironías del destino, ya que tal ignominia se descubre a pocos días de cumplirse 150 años de la muerte de don Felipe Varela, otro catamarqueño, cuyos restos también quedaron olvidados por casi 100 años en un cementerio abandonado en Copiapó, Chile, hasta que en 1974 se decidió buscarlos y repatriarlos. Juegos extraños del destino en un país que se niega a sí mismo al despreciar su pasado, mientras no encuentra las claves para construir su futuro.
Pero, mal que nos pese, el pasado se las ingenia para volver a tocarnos la espalda. Lo prueba la coincidencia existencial de Malbrán y Varela en la década de 1860, en la cual el andalgalense llegó a la vida en 1862, mientras el huaycameño la abandonaba en 1870. Ocho años de diferencia en dos vidas que ilustran las consecuencias personales y sociales de la dinámica que se impuso al desarrollo de nuestro país.
En efecto, a Malbrán le tocó vivir el prólogo de la nueva Argentina centralizada y liberal que se inició con la presidencia de Mitre el mismo año de su nacimiento. Por ser hijo, seguramente de familia pudiente, le cupo la posibilidad de estudiar medicina, vivir en Bs. As. y desarrollar una carrera brillante de médico, que hoy todos celebramos. Se podría decir que gozó de los beneficios del progreso que las elites porteñas impusieron a esa urbe, como parte de sus estrategias para afianzar su poder económico a través del puerto.
A Varela, en cambio, le tocó vivir la agonía y muerte de la vieja Argentina federal. Hijo de esta tierra, campesino pudiente en un principio y luego arrinconado en la pobreza por las decisiones que en nombre del “progreso” se tomaron en el puerto, le cupo el destino del gauchaje federal: perder todo y morir, solo, en el destierro. Su derrota en Pozo de Vargas en 1867 y su muerte en 1870 no fue más que el último capítulo de una idea que defendía la construcción de un país fundado en autonomías provinciales con igual derecho y obligaciones para todos.
Hoy, el pasado, a través de su magia, nos arroja en la cara 150 años de historia sintetizados en un instante, en los que recordamos la vida de estos dos hombres. ¿Y qué nos queda por celebrar? De ellos, mucho. De la patria, cada uno sabrá.
Sin embargo, a pesar de la sensación de impotencia y desesperanza que nos causa la actual crisis en que vivimos, no podemos renunciar a construir un futuro mejor. Y, aunque no lo creamos, en esto el pasado también juega, no para volver atrás la historia, lo cual es imposible, sino para decirnos que la actitud idealista de Felipe Varela frente al futuro sigue siendo inspiradora, especialmente en estos tiempos de la globalización que destruye el presente minuto a minuto y amenaza con poner el destino de los pueblos en las páginas de sus balances, tragándose de paso las soberanías nacionales.
Obviamente, pensar un país a futuro es una tarea ciclópea, que requiere algo más que economistas tradicionales y políticos de ocasión pensando en las próximas elecciones. Pero, también lo fue para Varela. En su tiempo, nuestro país no conformaba una sociedad homogénea y estable, sino una dividida en castas y clases sociales, afianzadas a lo largo de 400 años de historia colonial. Por lo tanto, el problema del interior con Buenos Aires no era simplemente un problema de distribución de ingresos del puerto, sino un conflicto asentado en una profunda división social.
Ese conflicto se alimentaba de las diferencias de estatus entre el habitante rural y el urbano, entre el blanco y el mestizo, entre ellos, el negro y el indígena, entre el campo y la ciudad. La desigualdad social y sus consecuencias personales eran la norma.
Luego, esa desigualdad se trasladaba al ejercicio del poder, determinando quiénes lo ejercerían y quiénes obedecerían. Entre los primeros, los comerciantes ricos, doctores y abogados apoyados en las milicias y el clero. Del otro lado, el gauchaje en las provincias con economías pobres, fundadas en la cría de hacienda vacuna y caballar y algo de agricultura. Basta ver los cuadros pintados recordando el interior del cabildo del 25 de mayo o del congreso de 1816 en Tucumán, para ver quiénes tenían el poder.
Por lo tanto, el problema al cual Varela y el interior se enfrentaron era doblemente problemático y más peligroso que ahora: por un lado, tener que aunar detrás de un ideal a una sociedad pobre, analfabeta, dividida por factores raciales, políticos y económicos y, por otro, afrontar y enfrentar los conflictos derivados del modelo de país que las elites porteñas impulsaban a sangre y fuego en nombre de un “progreso” excluyente y mal entendido.
Ahora bien, ¿fue realmente genuino moralmente el interés en impulsar el “progreso” de la incipiente república de la forma que los Mitre, los Sarmiento y sus sucesores lo intentaron? Lo dudamos. Creemos que el interés real de estas elites ligadas al puerto era simplemente ganar acceso al mercado internacional con las exportaciones de cuero, sebo y lana. Al ser estas elites urbanas, sobre todo las porteñas, las propietarias de los campos de la pampa húmeda, esa integración les prometía riqueza personal y poder dentro de un Estado diseñado a su servicio.
Lamentablemente, ahí no terminaron los males que sus políticas de “progreso” impusieron. Como en todo intercambio negociado desde la debilidad, la potencia dominante, Inglaterra, impuso sus condiciones obligando al país, en una acción recíproca, a abrir el acceso a sus productos manufacturados en las nuevas fábricas de Liverpool y Manchester. Las consecuencias fueron inmediatas: la ruina total de la economía del interior, al no poder competir con los telares mecánicos producidos por la revolución industrial.
Así seguimos hoy, 150 años después de la muerte de Felipe Varela. Hoy ya no es la exportación de cuero, sebo y lana lo que se pretende erigir como garantes del “progreso”. Hoy es la adhesión absoluta a la infalibilidad de las teorías económicas vigentes en la sociedad lo que nos ata a la pobreza, entre ellas la del “mercado” como fuente incuestionable de verdad para decidir en temas económicos; las mentiras de que el “crecimiento” puede ser infinito, cuando todos sabemos que el planeta tiene un límite; la ridiculez de que la exportación de materias primas (oro, litio) o granos como la soja o la carne bastarán para dar prosperidad a una población que no para de crecer.
El mejor homenaje que debemos a Varela es dejar de creer en las teorías económicas que 73 ministros de economía les vendieron a 26 presidentes entre 1945 y 2020, porque ninguna de ellas generó prosperidad, sino atraso, pobreza, dependencia y crisis. Lo que se impone es desarrollar una economía al servicio del pueblo y no de teorías con el fin ulterior de “mantener la rueda del sistema girando” y enriqueciendo a unos pocos. Esto implica dejar de creer en inversiones altruistas extranjeras, simplemente porque no existen; en dejar de lado las estafas intelectuales de moda, que plantean desarrollar economías sustentables que permitan pagar la deuda externa, porque ellas no son más que manotazos de ahogados de un sistema económico desesperado por mantener la dependencia y que se cae a pedazos, hoy desafiado por el crecimiento de un nuevo centro de poder que amenaza la misma estabilidad de nuestros prestamistas.
Esto, sin mencionar la corrupción y la explotación demagógica de la pobreza para acceder y mantener el poder a toda costa.
El recordar a Varela a 150 años de su muerte no se inscribe, por lo tanto, en la idea de recurrir al pasado como salvavidas ante un mundo en caos, sino en adoptar una actitud valiente ante la insensatez de una sociedad global cuya economía ha sido puesta al servicio de corporaciones no interesadas en el desarrollo racional de la humanidad, sino en sus ganancias. Hasta ahora ni la globalización ni el avance tecnológico han sido usados para mejorar las condiciones de vida o trabajo de una sociedad. Por el contrario, como el avance de la inteligencia artificial lo demuestra, hasta ahora solo han servido para acentuar la desigualdad y la pobreza aumentando la desocupación, esta vez camuflada con el ropaje de una modernidad vacía que no lleva a nada.
Que este presente no sirva en el futuro como un pasado al cual las generaciones futuras tengan que condenarlo.

 

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