El sainete que envolvió la renuncia de Rodolfo Micone al Ministerio de Minería marca un inquietante grado de amateurismo político de los encargados de gestionarla, mayor si se tiene en cuenta que el bochorno gravita en las impresiones de los participantes de una actividad considerada clave para el desarrollo de la provincia.
La dimisión, que el miércoles por la tarde era un hecho, finalmente se revirtió luego de unas agitadas horas de consultas cruzadas en la corte. De entre las explicaciones que se ensayaron y pusieron a circular, la más plausible es la que atribuye el retroceso a los malos modos empleados para comunicarle al funcionario que debía dejar el puesto y a la falta de candidatos idóneos para suplantarlo.
Increíble, porque la retirada de Micone estaba acordada pero para operarla eran indispensables justamente los elementos que se omitieron: una salida discreta para el dimitente y un, o una, reemplazante con contextura técnica o política suficientes.
Tales delicadezas no eran casuales. Micone está al frente del área minera desde el inicio de la gestión gubernamental de Lucía Corpacci, y ya se desempeñaba allí como director en la etapa de Eduardo Brizuela del Moral. Independientemente de la opinión que se tenga sobre su desempeño, lapso más que suficiente para ceñir relaciones con los actores de un universo tan susceptible a los indicios de improvisación como el minero, donde se juegan, y arriesgan, miles de millones de dólares. Esto es: no se trataba de desplazar a un cuatro de copas, sino uno de los principales interlocutores de la minería en el ámbito oficial en los últimos ocho años.
Si bien la misión requería tacto por los callos que podían llegar a pisarse, que no eran solo los de Micone, tampoco se trataba de organizar la invasión al Asia.
Sin embargo Miguel Strogoff, el correo del zar, fracasó de modo rotundo y, lo que es peor, los alcances de tal fracaso no se circunscriben a las cosquillas de Micone, que al parecer no es de ancas y saltó como leche hervida ante lo que consideró una falta de respeto.
Ninguno de los integrantes del equipo del ministro aceptó reemplazarlo. El nombre que el imperito Strogoff puso a disposición de sus mandantes fue rechazado sin contemplaciones por no dar la talla para el cargo. Algunos malintencionados estiman que la intención era colocar al frente de Minería alguien a quien pudieran pasar como alambre caído.
Hubo recriminaciones cruzadas en las cumbres del poder provincial por la torpeza con que se había manejado el tema y se decidió, para evitar males mayores, dar marcha atrás.
Micone sigue, pero el incidente es una señal muy floja hacia los inversores mineros por las múltiples interpretaciones que admite. Podrían leerlo como emergente de litigios intestinos desmadrados o como una alarmante muestra de improvisación que tanto daría para revisar su disposición a invertir en Catamarca, en caso de ser serios, como para tratar de aprovecharse del río revuelto, si forman con los piratas que nunca faltan.
En cualquier caso, no coincide con la prédica que insiste en postular a la minería como “política de Estado”. Más bien se ajusta a un folletín de intrigas, en el que la impericia de un mensajero dejó expuesto al Gobierno a un papelón, como si revertir el deterioro que ha sufrido la licencia social para la actividad por los desaciertos del pasado fuera poco. n