13 de septiembre de 2006 - 00:00
34 años de vida de una institución educativa -en este caso un centro de enseñanza universitaria, como es la UNCA- es tiempo más que suficiente como para que haya generado al menos las bases de una verdadera comunidad constituida por docentes, estudiantes y egresados. Una suerte de familia reconocible por la red de afectos, por la necesidad de mostrarse como una fraternidad que no concluye con el egreso sino que se extiende en el tiempo y busca expresarse en todos los altos campos intelectuales, artísticos, científicos y tecnológicos que son propios de las instituciones del más elevado tramo del sistema educativo. Una colectividad unida por cierto estilo que la singularice, por cierto modo de pensamiento y acción que haga saber, allí donde se encuentre, que la UNCA tiene presencia, mensaje, protagonismo, idoneidad para iluminar y alentar a la sociedad en que está ubicada. Un polo de promoción de diálogo entre las ciencias y entre las disciplinas, un sistema que haga de cada egresado no una estrella fugaz reducida a su peripecia individual sino una prolongación de la fuente que lo formó y nunca separada de ella del todo y con una vía siempre abierta para el retorno gozoso y provechoso.