jueves 28 de marzo de 2024
EDITORIAL

Mil y un ejemplos a seguir

Por Redacción El Ancasti
Pocos recordarán los patrióticos 25 de mayo y 9 de julio como expresión virtuosa de lo que el ser nacional debería ser. A estas alturas, el Estado ya ni siquiera disimula con éxito su condición de grotesco, ni la ciudadanía logra zafarse de su desconcierto. Una gestión pública eficaz permite una vida social sanamente afianzada. No gasta energías en disfrazar conflictos inocultables, sino que administra responsablemente los conflictos inevitables.
 
Escenario que los gobernantes no han sabido –ni saben- brindar. La Argentina es hoy, aguijoneada como vive por los fatigosos vaivenes de lo inestable, un país impredecible, donde urgen pizcas de esperanza.

Quizá por eso las múltiples carencias se hagan de lado cuando una pelota sale a escena, y más aún cuando su avance es promovido por algún jugador del seleccionado nacional. Así es el fútbol. Aún en una cartografía de llanto la pelota consigue hacer reír sin discriminaciones. A riesgo de perder el lugar en la imperecedera cola de los subsidios sociales, muchos se quedarían en sus casas frente al televisor, sólo por ver a la representación argentina de fútbol, porque tienen la certeza de que los representa. Y porque le adjudican a ese equipo, cuya camiseta tiene mayor simbolismo que el 25 de mayo y el 9 de julio juntos, más autenticidad y mejores consecuencias que aquellas desvirtuadas a diario por las representaciones institucionales. 

Tal vez porque en la Selección participan los mejores, elegidos de entre miles de candidatos que se dedican con exclusividad a lo mismo. Ninguno fue puesto a dedo, ni por amiguismo o parentesco, ni brotó de alguna generosa lista sábana, ni embaucó al resto aparentando habilidades a la postre inexistentes. Cortito y al pie: salen a la cancha solo aquellos cuya pericia se encuentra en peldaños más elevados que el resto. Encima, para permanecer en la función, concursan cada fin de semana. Los argentinos saben que no cualquiera sale a representarlos en el campo. 

De allí que el contagio universal del fútbol resulte antibiótico, no hay desempleo, inflación, ni default que perturben la convocatoria. El negocio es millonario, evidentemente. Pero la pelota no se mancha. Merced al fútbol, el argentino se sabe propietario de un poder que lo involucra. Un poder democrático que le corresponde a todos por igual y que en la victoria o la derrota produce el más justo efecto distributivo, sin que nadie pueda robarse la mejor parte. La pelota puso al país en el rango de primer mundo, ostentando prosperidad y organización envidiables. Por eso, entre tanta pérdida y arrebato, la gente confía en el fútbol como último reservorio a salvo del saqueo.

El fútbol pasea entre los arrabales de la certeza, por márgenes donde la rutina descansa. Recordarlo acaso no altere el curso de los hechos, pero contribuya a interpretar los valores en pugna. El lobo de Hobbes vaga desafiante por las calles. Ese lobo que siempre es el hombre para el hombre, y sobre cuya labor de rapiña nos instruye, elocuente, la realidad. 

Allí gravita la acuciante necesidad de seguir buenos ejemplos. Que la organización, unión, solidaridad y humildad del equipo se imiten, y la férrea voluntad de los jugadores se replique en cuarenta millones. El juego de la Selección invita a la esperanza de ver una Argentina campeón. Como país, como comunidad.

Así como en el deporte, en el país urgen esbozos de ilusión colectiva para dejar al ser nacional ansioso, motivado y expectante. Como Sherezade al sultán. Es que siempre se trata de eludir la cimitarra.
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